El
saqueo de San Lázaro, 13 de julio de 1789
El desastre que cayó sobre la Casa Madre fue un punto de ruptura
en la historia de la Congregación de la Misión, y fue la prueba, como ninguna
otra cosa lo hubiera sido, de cuán vulnerable era la Congregación en una
Francia que cambiaba con toda rapidez. Fue el final de la época de san Vicente
de Paúl y el comienzo de la nueva era que sigue durando hasta hoy.
Hay muchos relatos de lo que sucedió. El más importante es el
largo informe no publicado escrito por la comisión oficial de investigación
enviada a San Lázaro a petición de Cayla. Su
valor principal reside en que la investigación se hizo justamente tres días
después de los hechos del 16 al 19 de julio[1]. Se han
seleccionado algunos detalles de otros relatos para dar un cuadro más completo.
Cayla
escribió el relato primero, breve como es fácil de comprender, en una carta
circular a la Congregación, con fecha del 24 de julio[2]. Hay un relato
más amplio escrito por Adrien Lamourette,
antiguo miembro de la Congregación, que vivía en París en aquellas fechas[3]. Su texto
sirvió parcialmente como base para otro texto más detallado preparado por
Gaspard-Jean-André Jauffret, obispo de Metz.
Jauffret había estado en San Lázaro al atardecer de la víspera del saqueo, pero
no se conocen otras fuentes de la Mémoire de Jauffret[4]. Hay un cuarto
relato, impreso, escrito por Louis-Abel Beffroy de
Reigny (conocido por su seudónimo «Cousin Jacques»). Había entrado en la
Congregación, estuvo en ella poco tiempo, y la dejó para dedicarse a la
enseñanza en Douai[5]. Compositor y
dramaturgo, reunió sus relatos, como dice él mismo, después de un examen
escrupuloso de declaraciones personales y anécdotas no publicadas. Citó su
material Pierre d’Hesmivy
d’Auribeau, sacerdote e historiador[6]. También
dejaron sus recuerdos dos misioneros de la Congregación, Philippe-Bernard Adam
(nacido en 1749), y el hermano Jean-Baptiste Mouflet
(nacido en 1728). Adam escribió varias cartas a un amigo y cohermano en Lyon,
Louis Jousselme (b. 1746). Su valor reside en el hecho de que Adam estaba en
París el día del saqueo, aunque no en San Lázaro, sino en la casa de San
Fermín, la antigua Bons-Enfants,
y siguió escribiendo sus relatos durante varios días. El hermano Mouflet,
testigo ocular, cuenta la historia en una carta personal escrita desde San
Lázaro el 2 de octubre de 1789, a un cohermano en Constantinopla[7]. Todos los
relatos reflejan el horror de lo inesperado[8].
Preliminares
El domingo 12 de julio de 1789, un día de mucho calor, flotaba
sobre París un ambiente de inquietud. Una razón era que Luis XVI
había removido de su cargo a Jacques Necker, popular ministro de economía. Esto
llevó a rumores de que el rey iba a disolver la Asamblea Nacional y poner como
castigo a la capital en manos del ejército real. Otra razón era el fantasma de
una bancarrota general y el del hambre. Dos años de inviernos fríos y de
heladas en primavera habían arruinado muchas cosechas, lo que hizo que el
precio del pan subiera a precios desconocidos desde hacía veinte años. Por
estas razones, grupos no oficiales, algunos espontáneos y otros formados
expresamente con ese objetivo, estaban haciendo planes para levantar barricadas
en la ciudad para impedir una invasión, a buscar armas para defender a sus
conciudadanos y para apoderarse del grano almacenado. Al llegar la noche el
fuego había destruido muchas de las odiosas barreras de arbitrios; comenzaron a
sonar campanas de las torres en son de alarma, mientras algunas pandillas
merodeaban por las calles. Algunos sabían que la casa de San Lázaro, en la zona
norte de la ciudad, había vendido grano recientemente, y esto levantó la
sospecha de que había allí almacenada una gran reserva de grano, lo cual era
cierto[9],
pues se cultivaban cereales en abundancia en las extensas tierras de San
Lázaro; el grano se elaboraba en la propiedad del antiguo seminario de San
Carlos, en su lado noreste.
Un grupo de unos veinte hombres armados, aunque algunos textos
dicen que fueron cien, llegaron a las puertas de San Lázaro entre las 2:30 y la
2:45 de la mañana del lunes. El procurador general, Jean-François Daudet
(1739–1807), y su secretario, el hermano Jean-Baptiste Mouflet, los
vieron desde una ventana. Adam dice que la casa había sido advertida unos días
antes, pero que se hizo poco caso a la advertencia, pero tal vez fuera esa la
razón de que Daudet y Mouflet
estuvieran esperando la llegada de los asaltantes. Estos forzaron las puertas y
en pocos minutos estaban dentro, o porque el hermano portero las abrió para
evitar problemas mayores, o porque cedieron. Una vez dentro, los «bergantes»,
como se calificaban a sí mismos, empezaron a disparar en el patio delantero,
aún a oscuras. A continuación se encontraron con un diácono, que les llevó a la
sala St. Denis y les dio pan, vino, carne y cerezas, que habían pedido
expresamente. A continuación pidieron veinte luises para cada uno, y amenazaron
con matar al diácono si no los daba.
Nunca se ha explicado por qué fueron en medio de la noche. Si su
búsqueda de grano y de armas hubiera estado apoyada por alguien perteneciente
al gobierno de la ciudad, probablemente hubieran ido más tarde, provistos de
una orden de registro. Tampoco se sabe quién era el líder de los asaltantes, si
es que lo tenían.
Mientras sus compañeros comían y bebían, sobre todo esto último,
otros doce o quince permanecieron en el patio y siguieron aterrorizando a los
de la casa disparando sin control. La cosa podía haber terminado ahí, pero
algunos empezaron a registrar el edificio. Uno de los grupos fue a soltar a los
que estaban encerrados en la prisión de San Lázaro. Forzaron a los guardas
entre las 4:00 y las 5:00 para liberar a los prisioneros. Había entre ellos 18
enfermos mentales, cuatro sacerdotes y un miembro de la Congregación,
probablemente Pierre-Joseph Allart (nacido en 1742). Aunque quedaron libres, no
tenían a dónde ir, y se vieron desorientados con su nueva libertad. Había
además otros trece presos condenados por delitos, mantenidos o por sus diócesis
(cuatro eran sacerdotes diocesanos), o por sus familias respetables. Huyeron
todos ellos, renunciando a lo que hubieran dejado en manos de la autoridad, lo
que de cualquier modo desaparecería en el saqueo. Pero se dijo que estos presos
tomaron parte en el saqueo y que horas más tarde pegaron fuego a los graneros.
Esto parece que fue un ardid para exculpar a unos buenos ciudadanos de París de
haber llevado a cabo lo que se atribuyó a los presos. Sea como fuere, la
cronología no cuadra, pues los presos se escaparon en hora muy temprana[10].
El saqueo
El procurador entregó algún dinero a los intrusos esperando que se
marcharían pronto. Pero lo que más querían estos era descubrir el grano y la
harina que estaban seguros se almacenaban en San Lázaro, así como algunas
armas. Pero se dejó de lado este objetivo con la llegada hacia las 6:00 de una
numerosa muchedumbre que llegaba con intención de saquear el complejo. Entraron
algunos mozalbetes por las puertas abiertas y comenzaron a llamar a los que por
allí pasaban para que les siguieran. Cuando vieron a un patrulla de soldados
marchando por la calle, algunos de los saqueadores empezaron a huir. Pero los
soldados no habían recibido órdenes relativas a San Lázaro, y como no solían
intervenir en temas de política, siguieron su camino. No se encontraba
alrededor ningún policía, posiblemente por causa de otros hechos violentos en
otras partes de la ciudad. Así que acabaron entrando miles de asaltantes, entre
4.000 y 8.000, dependiendo de las fuentes. Registraron todos los rincones del
edificio, robando lo que podían llevarse y destruyendo lo que no se podía.
Relatos del saqueo coinciden en que la destrucción fue total: camas
destrozadas, colchones desgarrados, puertas arrancadas, ropa robada o
destrozada. Los más de 100 residentes de la casa perdieron sus papeles
personales, además del dinero, objetos religiosos, tabaco, y pequeños recuerdos
personales. Se arrojaron por las ventanas muchos libros, que fueron pisoteados
en la calle. Quedaron destruidas unas mil puertas y unas mil quinientas
ventanas en aquel vasto complejo de edificios, que tenían por lo general tres
pisos por encima del piso bajo, ático y sótano. Curiosamente algunos relatos
mencionan que no se tocaron los muchos crucifijos que se encontraban por todas
partes.
En el comedor las mesas y los bancos fueron volcados y
destrozados, muy dañados los cuadros, y se llevaron los platos, vasos y
utensilios de cocina. Esta también sufrió una destrucción completa, en especial
sus despensas. Las bodegas grandes, recién construidas, provocaron la
curiosidad sobre qué cantidades de grano podrían albergar. Los saqueadores se
llevaron una cantidad de grano y de harina suficiente para cargar cincuenta y
tres carros, que llevaron al mercado. Derramaron el aceite, y robaron el resto
de las provisiones, queso, mantequilla, y hierbas. En cuanto al vino, se
guardaba en botellas y barriles, en una cantidad de alrededor de 27.000 litros[11]. Robaron las
botellas, o simplemente las abrieron y se las bebieron sobre el terreno,
mientras que se llevaron los barriles o los destrozaron. La inundación
resultante de vino y aceite derramados, de varios centímetros, hizo que algunos
se resbalaran y cayeran al suelo, mientas que otros se caían por la borrachera.
Adam, que entró disfrazado, vio a algunos que estaban «borrachos como cubas»,
una expresión que se repite en otros varios relatos. Esto pudo dar lugar a la
creencia de que al final de la tarde se habían encontrado varios muertos, que
se describen tétricamente ahogados en el vino[12]. El relato de Hesmivy
d’Auribeau menciona treinta muertos en las bodegas, y otros setenta, tanto
hombres como mujeres, en otras partes del complejo. Este macabro detalle no
aparece en el informe oficial, bien porque las tropas habían ya removido los
cuerpos, o porque era una exageración. En la confusión, algunos de los
saqueadores robaron a otros, y por lo que parece algunos fueron muertos en la
reyerta.
Algunos se envenenaron en la farmacia que servía a la comunidad de
San Lázaro y a la población local. Habían probado varios medicamentos, en
especial los que contenían alcohol, y encontraron la muerte.
San Lázaro tenía varias bibliotecas para varios grupos diferentes.
Todas fueron muy dañadas, los estantes rotos y muchos libros destrozados. La
biblioteca principal, que tenía entre dieciocho y veinte mil volúmenes, perdió
especialmente los ejemplares raros y preciosos, lo que muestra que los
saqueadores sabían qué es lo que querían. Aunque el daño fue muy grande, se
salvó parte de la colección. Por el contrario, la famosa galería de retratos,
con sus muchos cuadros, que representaban a papas, obispos y bienhechores más
importantes, fue destrozada sin casi posibilidad de reparación.
El despacho del superior general fue saqueado a fondo, como lo
fueron los despachos del procurador general y del ecónomo doméstico. Se
destruyeron ciento cincuenta libros de administración, se llevaron el dinero, y
desaparecieron escrituras de propiedad y papeles oficiales. Por fortuna, se
salvó gran parte del archivo histórico. A partir del 1 de septiembre de 1792,
la mayor parte de su contenido fue transportado a los Archivos Nacionales,
donde ahora forman parte del patrimonio histórico del estado[13]. Por algún
golpe de suerte se libró de ser también transportado el precioso registro de
los votos iniciado en tiempos del fundador, así como otros objetos guardador
por la administración de la comunidad para ser guardados cuidadosamente.
También sufrió daños la habitación de san Vicente, que contenía la
estera de paja que cubría la silla en la que murió, una silla con asiento de
paja, y objetos de su vestuario, además del bastón, el rosario y el breviario.
Tal vez porque sus ropas eran de baja calidad sobrevivieron después de haber
sido tiradas aquí y allá. Por el contrario sufrió la acción de los vándalos el
modelo de yeso de una nueva estatua del santo, esculpida por Jean-Baptiste
Stouf y regalada al padre Jacquier.
Estaba situada en el seminario interno; se le cortó un brazo, y también la
cabeza, que fue paseada alrededor. Algunos dicen que fue sacada a la calle y
arrojada a la fuente del Palais Royal. Se salvó la amplia colección de los
escritos originales de san Vicente. Tal vez uno de los misioneros se la llevó
al huir. Posteriormente la colección fue dividida entre varias personas para su
conservación.
También fue destruido el laboratorio de ciencias del estudiantado.
Pierre Ratinod (nacido en 1767), el joven profesor de ciencias, redactó una
lista de lo que se había perdido, en particular sus telescopios, microscopios,
muestras de piedras preciosas, tales como esmeraldas, ópalos, lapislázulis y
zafiros. La famosa colección de conchas marinas también fue saqueada o
destruida, junto con los ejemplares de fósiles, porcelana china y otras varias
«curiosidades» coleccionadas en conformidad con el espíritu de la Edad de la
Ilustración.
Los muchos servicios exigidos por una institución tan grande,
tales como la lavandería y los talleres para el sastre, el zapatero y el
carnicero, fueron también saqueados, y robados los instrumentos y las materias
primas. En el jardín, en la huerta y en el vivero se volcaron los receptáculos
de plantas, fueron cortados algunos árboles, y fueron robadas las sesenta
ovejas. En un pequeño promontorio natural en el centro de la granja había un
depósito de agua y una pequeña casa de campo, que se usaba normalmente para
recreación. El informe oficial dice que la mesa de billar sufrió daños, así
como los juegos de mesa.
Los asaltantes prendieron también varias hogueras con los muebles
destrozados y los papeles arrojados por las ventanas. Hacia las tres de la
tarde comenzó a arder el granero, poco después de que se hubieran llevado el
grano. El fuego podría haberse extendido fácilmente hacia los otros edificios
si no hubiera sido por la llegada de una brigada de bomberos voluntarios. Al comienzo
los saqueadores no permitieron acercarse a los bomberos, pero llegaron unos
miembros de la milicia hacia las cinco que ayudó a extinguir el fuego. La
milicia intentó poner algún orden, pero ya era demasiado tarde. Había alguna
tropa de las Gardes Françaises en unos cuarteles cercanos a San Lázaro, que
trabajaron para evitar que el fuego se extendiera a sus cuarteles. Según el
testimonio de la investigación oficial, cuatro de ellos formaron parte del
grupo primero que invadió la casa.
La casa tenía unos pocos coches y carros, pero todos ellos fueron
destruidos. Se dejaron unos pocos caballos, probablemente los no aptos para
ninguna clase de trabajo.
Las varias capillas de la casa no figuran en los informes
oficiales, dando la impresión de que los saqueadores las indultaron. Pero
relatos posteriores dicen que una reliquia de san Vicente que se guardaba en la
capilla privada de la comunidad fue llevada a la cercana iglesia de San
Lorenzo. Otro grupo llevó el copón del sagrario a la casa vecina de los Recoletos.
Además la narración de Mouflet añade
que se salvó la histórica capilla pública gracias a los esfuerzos del hermano
Louis-Pierre Piorette
(nacido en 1735), el sacristán, que la defendió con la ayuda de algunos amigos
seglares. Así se salvó el relicario dorado que contenía los restos de san
Vicente, junto con los cuadros de la gran serie de la canonización. Por otro
lado, la tribuna, la galería accesible desde los pisos altos, fue invadida.
Fueron destrozadas las sillas y las ventanas, y el órgano quedó inservible. La
sacristía principal perdió también algunos objetos raros, tales como los libros
de música de vitela, y candelabros. También sufrieron daños algunas de las
otras capillas, en particular en las ventanas, puertas y armarios.
La dispersión
¿Qué sucedió a los habitantes de la casa? ¿Se quedaron para tratar
de defenderla o huyeron? Algunos trataron de dialogar con los invasores,
apelando a su conciencia cristiana. Es tentador imaginar que Cayla y los
responsables de la Congregación intentaran detener a los saqueadores, pero muy
probablemente se apresuraron a salvar lo que se pudiera antes de que llegara la
muchedumbre. La mayor parte de los miembros de la casa huyeron a pie después de
que se les amenazara con matarles, aunque de hecho no murió ningún miembro de
la casa. Hacia las 8:30, cuando el horror del saqueo estaba en su cénit, los
padres Cayla y Brunet
escaparon saltando las tapias del jardín ayudándose de una escalera. Cayla tomó la
precaución de poner un cinta verde en su sombrero, un símbolo de apoyo al
pueblo, así como el alzacuello usado por el clero diocesano para disfrazarse
por si era atacado. Junto con algunos estudiantes y seminaristas, fue a San
Fermín, pero Brunet no
tuvo tanta suerte. Junto con un subdiácono[14],
fue arrestado y forzado a subirse a un carro encima de los sacos de grano
camino del mercado público. Se libró justamente de ser ejecutado, y buscó asilo
en la casa de unos vecinos. Aparece en uno de los dos grabados contemporáneos
del desastre encima de uno de los carros. Se dijo que también se colocaron en el
carro encima de los sacos de grano los esqueletos de anatomía, para simbolizar
la vida y la muerte, cogidos en el laboratorio del estudiantado[15].
Ferris, otro
de los asistentes del general, intentó irse por entre la muchedumbre, acompañado
por algunos estudiantes. Pidió a los hombres que respetaran a los seminaristas,
pero esa petición fue inútil. Se las arregló de alguna manera en llegar a San
Fermín y se encontró con Adam, quien lo describe como herido[16]. Según otro
relato, Ferris
recibió una fuerte paliza[17]. Pudo por fin
tal vez refugiarse en casa de su hermano Richard, un sacerdote diocesano que
vivía en la margen izquierda en París[18].
Los dos procuradores, Jean-François Daudet,
procurador general, y Christophe-Simon Rouyer (b. 1739), el ecónomo doméstico,
se escaparon arrastrándose por los canalones de desagüe de la capilla
principal. Como el tejado de la capilla estaba cerca de los edificios de
habitaciones construidos setenta años antes durante el generalato de Brunet, los
dos huidos pudieron introducirse en las habitaciones por los balcones y las
ventanas. Es posible que se les unieran otros en esta fuga dramática.
La casa solía recibir huéspedes que no eran miembros de la
Congregación de la Misión, tales como sacerdotes para retiros, huéspedes de una
noche, o personas retiradas. También estos perdieron todo. Un estudiante de
arte con permiso para pintar en el jardín, por ejemplo, perdió sus cuadros.
Había también en la casa algunos enfermos en cama y ancianos. Uno de ellos,
Marc-François Bourgeat (1711–90), que se había roto una pierna hacía poco, fue
llevado inconsciente en una silla por entre medio de la chusma. Sus portadores
cruzaron la calle del Faubourg St. Denis a una casa segura de las Hijas de la
Caridad[19]. Otros dos
enfermos pudieron llegar al monasterio cercano de los Agustinos Recoletos, que
los recibieron caritativamente. Otros huyeron por la calle al hospicio del
Nombre de Jesús, fundado por san Vicente. Domenico Sicardi
(1730–1819), asistente general y director de las Hijas d ela Caridad, cruzó la
calle hacia las 5:30 de la mañana para celebrarles misa, por lo visto antes de
que la muchedumbre comenzara sus actos violentos. Se quedó allí todo el día,
refugiándose en un confesionario y luego en la enfermería de las hermanas,
disfrazado como una hermana anciana en cama, incluyendo la cofia[20].
Las hermanas no sufrieron daño. Un grupo de quince hombres armados
exigieron ser admitidos en su casa hacia las 11:00 y estuvieron registrando
alrededor durante unos noventa minutos. Parece que los hombre dijeron a las
hermanas que se les había pagado para San Lázaro, no para la casa de ellas, y
se marcharon. Un segundo grupo, de unos 200 hombres y mujeres armados, pidieron
entrar hacia las 5:00 de la tarde. Consiguieron asustar a las seminaristas
reunidas en la capilla, temerosas de ser violadas en aquella situación tan
violenta (cosa que después uno de los saqueadores admitió que era su «plan más
terrible»). Pero en lugar de ello, el líder del grupo hizo la genuflexión, y se
marcharon asustados cuando vieron que algunas de las seminaristas se habían
desmayado. El grupo exigió comida y dinero, como sucedió al otro lado de la
calle, pero después de recibir alguna modesta donación y al ver la pobreza de
la Casa Madre de las hermanas, se fueron después de estar registrando el
edificio durante cuarenta y cinco minutos. Más tarde las hermanas consiguieron
la protección de algunos miembros de la milicia popular.
El director del seminario interno de la Congregación, Francis
Regis Clet
(1748–1820), el futuro mártir que sería canonizado, prudentemente aconsejó a
sus seminaristas que volvieran a sus familias. Los que se fueron lo debieron de
hacer a toda prisa, pues Clet no pudo
devolverles su dinero personal y otros objetos que habían dejado en depósito a
su cargo. Pero otros se quedaron. El hermano Mouflet
escribe que volvieron veinticinco de los seminaristas, pero esa cifra parece
exagerada, pues solo uno de ellos Pierre-Julien Daviers
(1767–1846), haría los votos en 1789, el 8 de agosto, escasamente un mes
después del desastre. El mismo Clet declaró
que perdió documentos, objetos personales y unos pocos pañuelos. Otros
estudiantes mayores, algunos con poca ropa, huyeron como pudieron a través del
jardín o por la calle. Algunos de ellos fueron recibidos por amigos o por
vecinos. También los hermanos se dispersaron, pero no corrieron tanto peligro
como los clérigos, pues a todos estos se les podía distinguir claramente por la
tonsura clerical. Mouflet
menciona que él y unos veinte más llegaron hasta Soissons,
donde se refugiaron en el seminario. Otros, tanto sacerdotes, como estudiantes,
fueron bien recibidos en parroquias vecinas o en granjas cercanas a la ciudad
que pertenecían a San Lázaro.
Las secuelas
Una vez que terminó aquel día espantoso, y se apagaron las
hogueras, poco quedó en pie a lo que mereciera la pena volver. Sin embargo, por
la mañana siguiente, hacia las 4:00, volvieron hasta treinta valientes entre
estudiantes, sacerdotes y hermanos, para tratar de salvar lo que se pudiera. Sicardi
recuperó un cuadro valioso de san Vicente, ahora en Turín, así
como algunos libros importantes tirados en la calle. Algunos que pasaron por
allí devolvieron objetos que habían encontrado, tales como papeles y cosas
pequeñas, hasta unos pocos billetes de lotería. Según Beffroy de
Reigny, la «gente de París hizo justicia con algunos de aquellos salteadores al
día siguiente, pues colgaron a varios de aquellos bandidos que habían causado
el desastre».[21] Los que
volvieron encontraron poca comida o bebida, y no tenían medios para cocinarlas
aunque las hubieran tenido. El sistema de distribución de agua estaba
destruido, habían robado las válvulas, de manera que no había una gota de agua.
También estaba destruido el mecanismo del reloj, y las campanas ya no señalaban
los tiempos de la oración. Como era verano, no había una necesidad urgente de
estar a cubierto, pero tuvieron que dormir sobre el desnudo suelo. Las Hijas de
la Caridad les ofrecerían alguna ayuda, pero los relatos omiten este detalle.
Con el tiempo algunas comunidades religiosas les dieron ayuda para la
reconstrucción. Por ejemplo, la Sociedad de Misiones Extranjeras envió 1.200
libras para aliviar sus sufrimientos y como reconocimiento por la hospitalidad
dada en otras ocasiones a los misioneros de la Sociedad[22].
El rey, el arzobispo, el capítulo así como otros bienhechores ofrecieron
a la comunidad alguna ayuda económica según fue reconstituyéndose poco a poco.
Cayla volvió
al cabo de uno o dos días, y para contribuir a los esfuerzos de reconstrucción
escribió un relato del saqueo en una carta circular el día 24 de julio. En ella
apelaba a las otras casas de la Congregación pidiendo ayuda. Prometía que
vivirían frugalmente, y urgía a sus cohermanos a ofrecer oraciones y
sacrificios, y a aceptar lo que era, así lo sugería él, castigo por sus
pecados.
Al día siguiente escribió al Journal de Paris dando su
versión de la acusación de haber acumulado[23].
Explicaba que San Lázaro no había estado acumulando, sino que por el
contrario había puesto en el mercado durante el año grandes cantidades, según
se lo habían solicitado las autoridades, y que tenía documentos para probarlo.
Recordaba además a los lectores que la comunidad daba alimentos de manera
regular a muchos pobres que acudían solicitando ayuda. Según una narración, la
cantidad de grano llevado al mercado el día del saqueo llenaba cincuenta y dos
carros[24],
que transportaron 305 sacos de grano y 311 de harina, las provisiones de San
Lázaro para tres meses. Ahora no tenían nada. Cayla se puso
también en contacto con el conde Devonshire, comandante de la milicia local,
pues el informe de este, también en el Journal de Paris, contiene casi
la misma información, y también él proporcionó la misma prueba documental,
garantizada por los editores, que había mencionado Cayla[25].
El informe de Devonshire refutaba también la acusación de que se
habían encontrado armas[26].
Solo se encontró un rifle oxidado y una escopeta de aire que se guardaban en el
laboratorio de ciencias. Otra acusación era que uno de los hermanos había
pegado fuego al granero, pero el único hermano que quedó en la propiedad por la
tarde , seguía diciendo, fue el hermano Piorette,
sque se quedó guardando la capilla.
Devonshire coincide con Lamourette en
expresar una gran sorpresa por que se hubiera saqueado una institución tan
conocida por su caridad y por su estilo de vida sobrio. Se ha sugerido que se
atacó a San Lázaro por sus buenas relaciones con la monarquía. Sin embargo,
aunque las relaciones eran ciertamente buenas, no fue esa la razón del saqueo
de San Lázaro en 1789. No hubo probablemente otra razón para el saqueo que la
locura de las masas. Este motivo solo se mencionó tiempo después.
¿Fueron pagados algunos de los saqueadores? Esto no se ha probado
nunca. Es probable que el ser pagados se entienda simplemente como permiso para
que tomaran para sí mismos todo lo que pudieran llevarse, una vez resuelto el
problema del grano almacenado. Ciertamente, la investigación oficial sobre el
desastre no menciona sus causas, sino que solo describe sus manifestaciones. Un
pequeño grupo de veintitrés en total fueron arrestados por la policía. Eran
gentes sencillas, la mayor parte hombres jóvenes, pero también había seis
mujeres. No se sabe qué les sucedió posteriormente[27].
Lo que hizo que el saqueo fuera aún más horrible fue que San
Lázaro había sido renovado con mucho cuidado durante las últimas décadas bajo
la autoridad de Antoine Jacquier. Sus
trabajos de renovación lo habían dejado en el mejor estado que jamás tuvo en
toda su historia. Gracias a las estrechas relaciones de la Congregación con el
gobierno real, disfrutaba de una gran prominencia. Estos «cuarteles de la
caridad», como se les describía a veces, gozaban también de una brillante
reputación por sus obras, manteniendo a la vez dentro de casa un espíritu de
humildad y de sencillez.
El saqueo produjo un tal impacto en la conciencia popular que , se
hizo una conmemoración de él en grabados de lujo en página entera que se
vendieron al público en general. Esos Tableaux historiques fueron publicados en
varias ediciones, y cubrían los hechos principales entre junio de 1789 y
noviembre de 1799[28]. La
ilustración muestra la fachada de San Lázaro vista desde fuera, con una gran
muchedumbre mirando y cogiendo objetos tirados por las ventanas, sobre todo
libros, muebles y ropa. Un carro cargado de grano, con Brunet
arrodillado en oración encima de los sacos, se va por el lado izquierdo hacia
la ciudad[29]. Ese grabado y
otro basado en él, es el recuerdo más conocido de aquel hecho decisivo. El
segundo lleva una inscripción tendenciosa explicando lo que había sucedido: «Un
grupo de populacho armado fue al convento de los lazaristas a pedir comida.
Cuando se la rehusaron, rompieron la puerta principal y cometieron varios
excesos, saqueando todo lo que encontraron, y después de liberar a todos los
presos, llevaron triunfalmente a la ciudad una gran cantidad de trigo»[30].
Una visión diferente dio meses después Adam, quien criticó a su
propia casa. «Esta casa ha sido entregada al saqueo por permiso especial del
Señor, para castigarla por su avaricia insaciable y su extraordinaria
ambición». Critica a Cayla, que
había prometido vivir frugalmente, y dice que «había vuelto a asumir su estilo
lujoso de vida, con carrozas y armas a mano… y un bufete de caoba… [en] su
vergonzoso apartamento…».[31]
Estas opiniones chocan fuertemente con la narración considerada de
Lamourette,
que termina con estas efusivas palabras de alabanza por los que habían sido sus
cohermanos:
Que seáis apreciados y conocidos por toda Francia, así como sois
queridos y respetados por todos los corazones que han gustado la dulzura de
relacionarse con vosotros, y así como sois preciosos a los ojos de los que han
podido contemplar la santidad de vuestro comportamiento y la corriente
inagotable de vuestra caridad y vuestro celo[32].
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