SAN
VICENTE Y LA EUCARISTIA
P.
Jean Pierre Renouard, c.m.
Cuando visitéis la
capilla de la Casa de San Lázaro, en París, 95, rue de Sèvres, no dejéis de
observar, en el muro derecho según se entra, al fondo, un curioso cuadro: san
Vicente favorecido por una visión mientras celebra la misa.
El hecho fue
atestiguado por san Vicente mismo. A la muerte de santa Juana de Chantal, en
1641, ve tres globos de fuego que van elevándose y se pierden uno en otro. El
primero es el alma de la santa; el segundo, la de san Francisco de Sales; el
tercero y mayor, la Esencia divina. Plasma la escena un pintor del siglo XVIII,
tal vez Gaétan Sontin: en la cima del cuadro, sobre las nubes, toma asiento la
Trinidad; a la izquierda los tres globos; a la derecha, rodeados de diminutos
ángeles, conversan san Francisco y santa Juana. Como transpuestas, las
visitandinas asisten tras de la reja a la misa del santo. Éste escribe al
vicenciano Bernardo Codoing acerca de la Madre Chantal: Dios ha querido
consolarme con la visión de su reunión con nuestro bienaventurado padre y de
los dos con Dios1. La cosa fue tan «sensible» (su vocablo), que nos dejó una
relación, por supuesta tercera persona, de esta misa memorable. He aquí el
texto que da no poco que pensar sobre el estado místico de nuestro santo
Esa persona me ha dicho
que, cuando se enteró de que nuestra difunta se hallaba en extrema gravedad, se
puso de rodillas para rezar a Dios por ella; el primer pensamiento que le vino
a la mente fue hacer un acto de contrición por los pecados que había cometido y
comete de ordinario; inmediatamente después se le apareció un pequeño globo de
fuego, que se elevaba de la tierra y fue a juntarse en la región superior del
aire con otro globo mayor y más luminoso; luego los dos, reducidos a uno solo,
se elevaron más arriba, se introdujeron y empezaron a brillar en otro globo
infinitamente más grande y más luminoso que los otros; entonces se le dijo
interiormente a aquella persona que el primer globo era el alma de nuestra
venerable madre, el segundo el de nuestro bienaventurado Padre y el otro la
esencia divina, y que el alma de nuestra y ambos con Dios, su soberano
principio.
Me dijo también aquella
persona que, al celebrar la santa misa por nuestra digna madre inmediatamente
después de saber la noticia de su bienaventurado tránsito, cuando estaba en el
segundo Memento, en que se reza por los muertos, pensó que hacía bien al rezar
por ella, pues quizás estaba en el purgatorio por ciertas palabras que había
dicho en una ocasión, que parecían ser pecado venial, y que entonces volvió a
ver la misma visión, los mismos globos y su unión, y que le quedó un
sentimiento interior de que aquella alma era ya bienaventurada y no tenía
necesidad de oraciones; esto se le quedó tan impreso en el alma, que la ve siempre
en ese estado cada vez que piensa en ella. Lo que puede hacer dudar de esta
visión es que aquella persona tiene tan gran estima de la santidad de aquel
alma bienaventurada que no lee jamás sus respuestas sin llorar pensando que es
Dios el que inspiró lo que ellas contienen a ese alma bienaventurada, y que
dicha visión es por tanto un efecto de su imaginación. Y lo que hace pensar que
se trata de una verdadera visión es que esa persona no se muestra nunca sujeta
a ellas y nunca ha tenido más visión que ésta.2
Tenemos así
representada la situación mística de la que habla san Vicente. Es de notar que
acontezca durante la celebración de la misa.
El extraordinario
episodio es tal vez significativo, pues nos hace pasar de la enseñanza
ordinaria de san Vicente, a una comprensión más rica y más densa del lugar que
ocupaba la Eucaristía en su vida y en su acción
La
vía eucarística ordinaria de san Vicente
Una
vida eucarística
Antes de leer a san
Vicente mirémosle vivir la Eucaristía. Su enseñanza se cifra en actos. ¿Cómo no
demorarse sobre este hombre, que celebra la santa misa a maravilla,
diariamente? Hay testigos que se extasían: He aquí un sacerdote que dice bien
la misa. Tiene que se un santo hombre de Dios. En la sacristía, antes de salir
a la iglesia camino del altar, se arrodilla, examina su conciencia, y si en
ella advierte algo contrario al evangelio, va en busca de su confesor. Según
Abelly, su primer biógrafo – aunque sabemos que su finalidad no era
completamente desinteresada pues trataba de activar la beatificación -, san
Vicente depone un día las vestiduras y va a reconciliarse con un religioso; en
otra ocasión, llega hasta la bodega misma, donde está el hermano cocinero, y se
postra a sus pies. El Padre Coste repite: “Los que lo veían en el altar creían
que tenían un ángel ante la vista. En algunos momentos, como en la palabras
confiteor, in spiritu humilitatis et in animo contrito, Nobis quoque
peccatorisbus, Domine non sum dignus, su voz tomaba un acento indefinible, que
penetraba en los corazones. Siempre que en el evangelio salía la fórmula, amen,
amen dico vobis, se detenía unos instantes para prestar una atención más
particular a las palabras pronunciadas por Jesucristo”3. Está como en estado de
alerta. Observa literalmente las rúbricas y quiere que la capilla de San Lázaro
sea un lugar de irradiación litúrgica. Las fiestas son presididas solemnemente
por él mismo, y nada es demasiado hermoso, según él, en cuanto a la elección de
ornamentos y paños agrados. Prolonga luego la misa por una larga acción de
gracias. De él procede esta pregunta, en la que se nos entrega íntegro, y a mí
siempre me causó perplejidad, hasta tal punto nos descubre su corazón: ¿No
sienten ustedes, hermanos míos, no sienten arder ese divino fuego en sus
pechos, cuando han recibido el Cuerpo adorable de Jesucristo en la Comunión?4.
¿Cómo no evocar
asimismo su cuarto de hora de adoración ante el Santísimo Sacramento? Ante Él
lee algunas cartas de su correo, y nunca deja de visitarle antes de salir a la
ciudad, y luego al volver a casa. Se atiene estrictamente a este punto de la
Regla. Llegado a una ciudad, saluda siempre al Señor, y desciende del carruaje
cuando oye la campanilla que anuncia a un sacerdote con el viático para un
enfermo. San Vicente enseña y transmite un mensaje eucarístico, con toda la
fuerza que encierra.
Una
argumentación catequética
Tenemos dos sermones de
san Vicente de Paúl sobre la comunión: el primero es como el borrador del
segundo. La catequesis es fuerte, densa, en apariencia muy distante del
«pequeño método», que le sería después tan querido. El tenor es doctrinal:
naturaleza de la Eucaristía; su institución por Cristo; fundamentación bíblica;
explicación teológica, que incide en la belleza de la Virgen, lo cual requiere
de nosotros que engalanemos nuestra alma para recibir a nuestro creador,
sabiendo lo que nosotros somos y quién es aquel a quien recibimos; como no
somos más que gusanillos de la tierra, vapor de humo, saco lleno de suciedad y
antros de mil malos pensamientos; y Nuestro Señor, por el contrario, es un ser
eterno e infinito, esplendor de la gloria y fuente de toda gracia y hermosura.5
Cuesta en verdad algo
reconocer el estilo y el pensamiento de san Vicente en estas palabras, aun
cuando el texto es de su puño y letra. Tal vez cayó en el defecto del
predicador, que se apropia ideas y expresiones de una fuente conocida, o bien
anónima. Su biblioteca personal estaba atestada de libros, y su humor le indujo
probablemente a alguna indagación descabellada.
Una
enseñanza abierta sencilla
Muy otra es la
enseñanza impartida a las Hijas de la Caridad. En su mayor parte, éstas viven
una verídica mutación espiritual. Por la época del concilio de Trento, la
comunión no era objeto de gran asiduidad… Ahora bien, el concilio manifiesta
una insistencia indudable sobre la comunión frecuente6; expresa el deseo de ver
participar a los fieles cada día en el sacrificio eucarístico, con todas la
disposiciones requeridas para el buen uso de este sacramento. Seguro que, en
concreto, las cosas no son fáciles. Es preciso hallar un justo medio entre
quienes tienden al laxismo y los que propenden al rigorismo. Un libro, el de
Antonio Molina, describe un trazo luminoso: es reimpreso siete veces en 1608.
Pero están presentes resistencias que durarán hasta san Pío X. La costumbre de
comulgar semanalmente casi llegará a ser norma; regular la comunión es ante
todo competencia del confesor, tal como lo entiende san Francisco de Sales.
Quieren en cambio la comunión diaria Bossuet y Fénélon.
San Vicente reacciona
contra las exigencias casi imposibles de Antoine Arnauld, que en su libro De la
comunión frecuente propugna un acceso excepcional a la comunión, y lo vincula a
impensables condiciones de conciencia. No falta el humor, cuando nuestro landés
pregunta: ¿Se encontrará algún hombre sobre la tierra que tenga tan buena
opinión de su propia virtud, que se crea en situación de poder comulgar
dignamente? Esto es sólo un privilegio del señor Arnauld que, después de haber
puesto estas disposiciones en un grado tan alto, que ni san Pablo se hubiera
atrevido a comulgar, no deja de jactarse en varios lugares de su apología, de
celebrar misa todos los días7. La objeción es pertinente y conlleva una buena
apertura de espíritu: nadie es digno de comulgar, pero la comunión purifica al
hombre.
El mismo pensamiento se
encuentra en sus pláticas a las hermanas. Sencillo y modesto auditorio, ¡con
qué naturalidad se adapta a ellas! En 1646 las anima a que comulguen bien. Por
encima de todo, hay que guardarse de comulgar indignamente. Se capta la tensión
del momento: comulgar, pero hacerlo dignamente, he ahí la consigna. No efectuar
acciones propias de un demonio, comulgando mal. Teme los ultrajes, pero le
admira todavía más una comunión bien hecha, pues es hacerse una misma cosa con
Dios, obtener las arras de una eternidad bienaventurada8.
La paz y la
tranquilidad de la conciencia son la señal por antonomasia de una buena
comunión, una marca infalible y segura. Un alma disponible es un alma formada,
esculpida por la comunión. Es entonces capaz de evangelizar a los pobres:
Necesitan el maná espiritual, necesitan el espíritu de Dios; ¿y dónde lo
tomaréis vosotras para comunicárselo a ellos? Hijas mías, en la santa
comunión9; Las hermanas son cooperadoras de Dios10; Y concluye, pero
acerquémonos a este fuego para vernos invadidos primeramente nosotros, y luego,
por nuestra caridad y buen ejemplo, atraer a él a los demás. Sabed, hijas mías,
que la virtud capital de las Hijas de la Caridad es comulgar bien11.
¡He ahí algo que tiene
aliento!. No estamos lejos de su experiencia mística. Se entiende que ha podido
tener una vivencia de corazón a corazón con Dios, con el cual ha entrado en
contacto profundo.
Acción
por Cristo
Idéntica insistencia en
1647. La reflexión de una hermana le da pie para decir: ¡La persona que ha
comulgado bien, lo hace todo bien! … Lleva a Dios en su corazón, lleva por
todas partes un buen olor, no hace nada sino a la vista y por el amor de Dios…
Su corazón es el tabernáculo de Dios12. Se ve a las primeras hermanas repletas
de una enseñanza muy a su alcance, que no excluye la cultura evangélica, a
falta de un cultivo intelectual desarrollado, si bien ellas tienen la
inteligencia de la fe.
Pero dejemos que hable
más prolijamente: ¡Oh! ¡qué buena observación, la de que la persona que ha
comulgado bien, lo hace todo bien! Si Elías, con su doble espíritu, hacía
tantas maravillas, ¿qué no hará una persona que tiene a Dios en sí, que está
llena de Dios? No hará ya ciertamente sus acciones, sino que hará las acciones
de Jesucristo; servirá a los enfermos con la caridad de Jesucristo; tendrá en
su conversación la mansedumbre de Jesucristo; tendrá en sus contradicciones la
paciencia de Jesucristo; tendrá la obediencia de Jesucristo. En una palabra, hijas
mías, todas sus acciones no serán ya acciones de una mera criatura; serán
acciones de Jesucristo.
De esta forma, hermanas
mías, la Hija de la Caridad que ha comulgado bien no hará nada que no sea
agradable a Dios; porque hará las acciones del mismo Dios. El Padre eterno ve a
su Hijo en esa persona; ve todas las acciones de esa persona como acciones de
su Hijo. ¡Qué gracia, hijas mías! ¡Estar segura de que Dios la ve, de que Dios
la considera, de que Dios la ama! Así pues, cuando veáis a una hermana de la
Caridad servir a los enfermos con amor, con mansedumbre, con gran desvelo,
podéis decir sin reparo alguno: «Esta hermana ha comulgado bien». Cuando veáis
a una hermana paciente en sus incomodidades, que sufre con alegría todas las
cosas penosas con que puede encontrarse, estad seguras de que esa hermana ha
hecho una buena comunión y de que esas virtudes no son virtudes comunes, sino
virtudes de Jesucristo. Aficionaos, hijas mías, a imitar la sacratísima y
augusta persona de Jesucristo, por él mismo, y porque él os hará agradables a
Dios su Padre13.
Acción
a favor de los pequeños
Es claro que, para san
Vicente, la calidad del servicio se vincula sin ambages a la calidad de la vida
eucarística. Resultado de ello son ciertas actitudes de fondo, que quienes
comulgan han de vivir en primer lugar: desearlo, la acción de gracias, el
recogimiento, implorar perdón por las faltas contra la comunión: ¡Misericordia
Dios mío, misericordia por todo el mal uso que hemos hecho de tus gracias!14 A
raíz de lo cual, da las consignas para los días de comunión: las hermanas oyen
de él esta precisa indicación, cuyo giro sorprende: En cuanto a la sagrada
comunión, comulgad los días que están mandados, si es que no os lo impide la
atención a los pobres15. Pide a las primeras señoras de la Caridad de Châtillon
que comulguen en las festividades de los santos Martín y Andrés, los dos santos
de la caridad. Se ve bien su insistencia en orientar la vida eucarística hacia
el servicio de los pobres.
Acción
sacerdotal
Para él no cabe duda de
que los seglares son sacerdotes. Por el bautismo, todos deben ofrecer la vida,
todos son sacerdotes con Jesucristo. Todos forman su cuerpo místico, y tiene
esta expresión admirable, justamente célebre, y ocupando aquí regio lugar:
¿Qué pensáis estar haciendo
durante la santa misa? No es solamente el sacerdote el que el que ofrece el
Santo Sacrificio, sino todos los que asisten a él; estoy seguro de que, cuando
estéis bien instruidas en este punto, tendréis gran devoción; porque es el
centro de la devoción16.
Vicente demuestra cómo,
los asistentes que toman parte en el sacrificio, «participan en éste aun más
que el sacerdote, si tienen más caridad que él». He aquí el contexto de la
conferencia del 7 de noviembre de 1659, cuyo tema es éste:
Cuando un sacerdote
celebra la misa, hemos de creer que es el mismo Jesucristo, Nuestro Señor,
principal y soberano sacerdote, el que ofrece el sacrificio; el sacerdote no es
más que ministro de Nuestro Señor, que se sirve de él para realizar
externamente esa acción. Pues bien, el acólito que sirve al sacerdote y los que
oyen la misa, ¿participan, como el sacerdote, del sacrificio que él hace y que
ellos hacen con él, como él mismo dice: Orate, fratres …? Sin duda que
participan, y más que él, si tienen más caridad que el sacerdote … No es la
cualidad de sacerdote o de religioso lo que hace que las acciones sean más
agradables a Dios y merezcan más, sino la caridad, si ellos la tienen mayor que
nosotros.17.
He ahí un lenguaje
próximo al de san Francisco de Sales en la Introducción a la vida devota, no
menos que al de san Juan Eudes en La vida y el reino de Jesús.
El sacerdocio
ministerial es por cierto admirable: ¡No hay nada más mayor que un sacerdote!18
San Vicente, como teólogo que ha asistido fielmente a clase, sabe muy bien que
el carácter de los sacerdotes es una participación en el sacerdocio del Hijo de
Dios19. Es misión del sacerdote interceder. Y hay una única vía de realizar esa
misión, ser conformes a Cristo sacerdote, ejerciendo las dos grandes virtudes
de Jesucristo: la religión hacia el Padre, y la caridad hacia los hombres20.
A decir verdad, san
Vicente no separa la espiritualidad del sacerdote de la de los bautizados. El
Padre Bernard Koch [en unos escritos sin igual, merecedores de publicación]
explica cómo, “no propone” san Vicente “a los vicencianos una espiritualidad
sacerdotal, o más bien «presbiterial», pues la Compañía se compone de
eclesiásticos y laicos; propone una espiritualidad de cristianos, propia de la
«religión de san Pedro». Nunca separa la espiritualidad sacerdotal de la
espiritualidad misionera. Es bajo este aspecto como, a Bérulle y sus amigos de
la Escuela Francesa de espiritualidad, Vicente añade, no sólo el espíritu
misionero que él tenía, sino además el sentido de los pobres y de los enfermos,
los olvidados de la pastoral. Teniendo ese cuadro como fondo, puede exponer la
grandeza del sacerdocio «presbiterial»: nada mayor que un sacerdote, a quien él
le da todo poder sobre su cuerpo natural y su cuerpo místico, el poder de
perdonar los pecados21. De ese modo establece un lazo entre ambos, el cuerpo
eucarístico y el cuerpo místico de Cristo”.
“Para san Vicente” –
comenta el Padre Koch – “el sacerdote es a la vez hombre de la Eucaristía, de
la misa, y hombre de la construcción, de la unión del cuerpo místico, por las
instrucciones y la reconciliación, entre las familias y con Dios, por el
sacramento”22. No está muy lejos de la actual doctrina conciliar sobre el
sacerdote, cuando indica tres funciones complementarias de los sacerdotes: enseñar,
reunir, celebrar. Esto se evidencia en la gobernación.
La vía de santidad para
los sacerdotes es la conformidad con Cristo sacerdote. Cierto que ellos no
tienen el monopolio de la santidad. Todo fiel está llamado a ser santo. A los
Hermanos de la Congregación de la Misión, que son ante todo laicos, san Vicente
enseña:
Otro motivo que tenéis,
hermanos míos, para dar gracias a Dios, es que habéis sido llamados a una
compañía, en la que cada uno tiene por finalidad su propia perfección. Así
pues, estáis aquí para trabajar por la vuestra. ¡Qué gracia! ¡Cuánto motivo
para humillaros! En esto podéis vosotros llevar la virtud tan adelante como los
sacerdotes. Y si trabajáis fielmente en la adquisición de las virtudes, se
podrá decir con razón que estáis en un estado perfecto. Y si hay un sacerdote
que trabaja en ello de una forma ruin, como yo, que soy un miserable pecador,
habrá que confesar que seréis mucho más perfectos que él, aunque sea sacerdote,
aunque sea anciano, aunque sea superior … Vosotros podéis amar a Dios tanto
como los sacerdotes …23.
En cuanto a los
sacerdotes, su ideal de santidad se basa en la gloria del Padre, de modo
particular en la celebración de la Eucaristía:
No basta con celebrar
la misa; además hemos de ofrecer ese sacrificio con la mayor devoción que nos
sea posible, según la voluntad de Dios, conformándonos, en cuanto podamos con
la gracia de Dios, con Jesucristo, que se ofreció a Sí mismo en su vida mortal
en sacrificio a su Padre eterno.24.
No hay tal gloria del
Padre sin una caridad ardiente, sin un celo más y más fuerte, en una donación
total, que prolongue la Eucaristía:
Nosotros somos el
Moisés que levanta continuamente las manos al cielo por ellos25. Somos los
culpables de que ellos sufran por su ignorancia y sus pecados; nuestra es,
pues, la culpa de que ellos sufran, si no sacrificamos toda nuestra vida por
instruirlos26.
En este sentido es cosa
grande formar a «buenos sacerdotes», para que vivan de conformidad con la
alteza y dignidad de su condición27. El lenguaje es «anticuado», pero la
santidad real del sacerdote continúa siendo una exigencia.
Una
vía eucarística más honda
Se ha dicho
innumerables veces, hasta cansar e indisponer los espíritus: san Vicente no es
un teórico. Pero eso no significa que no tenga un pensamiento y una visión
espiritual. Su posición en cuanto a la doctrina católica es sana, y para un
tiempo de renovación y de reforma en profundidad, él aporta su cautela a la
actual puesta al día. Su tratamiento de la Eucaristía rebasa la simple
enseñanza, y sabe él apoyarse en la verdadera doctrina para hablar sobre ella
«a tiempo y a destiempo». Tres pasajes me parecen señalar especialmente el
lugar céntrico que ocupa la Eucaristía.
“El
amor es inventivo hasta el infinito”
Así en «la exhortación
a un hermano agonizante», de 1645. Gusta de asistir a los moribundos, desde los
más pequeños, como el campesino de Gannes, hasta los más grandes, como el rey
Luis XIII. Un día ayuda a bien morir a uno de los primeros hermanos de la Misión.
Le sugiere pensamientos piadosos, actos de confianza, de esperanza, le recuerda
del amor de Dios. De repente, la exhortación adopta el tono de una larga y
honda meditación sobre el testimonio supremo de amor que es la Eucaristía. Se
le siente vibrar evocando la intensidad y adhesión, en el afecto de Dios hacia
a los hombres que ama. El texto se hace denso, abundante, difícil sin duda para
un hombre en trance de morir y puede que sin instrucción. ¿Quién tomó notas, y
nos dejó tal herencia? Se puede preguntar…, pero ¿meditaría sobra el suceso por
la noche? Tal vez formuló para sí, lo que había vulgarizado para agonizante…
La meditación da mucho
que pensar: el amor de Dios, inventivo hasta el infinito, concibió la
Eucaristía para hacerse alimento nuestro. En la lectura del texto se nos
descubre su vida interior. «El amor lo puede y lo quiere todo». Este hombre,
este santo vive de amor, y vive de la Eucaristía. Rebosa de esos amores:
Como el amor es
infinitamente inventivo, tras haber subido al patíbulo infame de la cruz para
conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea ser amado,
por no hablar de otras innumerables estratagemas que utilizó para este efecto
durante su estancia entre nosotros, previendo que su ausencia podía ocasionar algún
olvido o enfriamiento en nuestros corazones, quiso salir al paso de este
inconveniente instituyendo el augusto sacramento donde él se encuentra real y
substancialmente como está en el cielo. Más aún, viendo que, rebajándose y
anulándose más todavía que lo que había hecho en la encarnación, podría hacerse
de algún modo más semejante a nosotros, o al menos hacernos más semejantes a
él, hizo que ese venerable sacramento nos sirviera de alimento y de bebida,
pretendiendo por este medio que en cada uno de los hombres se hiciera
espiritualmente la misma unión y semejanza que se obtiene entre la naturaleza y
la sustancia. Como el amor lo puede y lo quiere todo, él lo quiso así; y por
miedo a que los hombres, por no entender bien este inaudito misterio y estratagema
amorosa, fueran negligentes en acercarse a este sacramento, los obligó a él con
la pena de incurrir en su desgracia eterna: Nisi manducaveritis carnem Filii
hominis, non habebitis vitam Jn 6,54.28
En los medios
vicencianos es hoy día de buen tono citar la frase «el amor es inventivo hasta
el infinito», muchas veces para justificar, con todo derecho, todos los
compromisos sociales y evangélicos, pero quien recuerde que semejante
afirmación san Vicente la aplica a la Eucaristía, tendrá el beneficio de una
dinámica plusvalía espiritual. Es el amor de Dios lo que capitaliza nuestra
vida de caridad. Y Cristo mismo es quien hace entrega de la «agape» y conduce
al servicio cotidiano: Sin Él no podemos hacer nada Jn 15,5.
“O
salutaris hostia”
Se sabe asimismo el
cuidado con que san Vicente perfiló las Reglas de la Congregación. Sólo al cabo
de 33 años de experimentación se las entregó escritas a los vicencianos. Son
literalmente un «libro de vida», mucho más inspirado que las Constituciones hoy
en vigor. Un texto y un grabado señalan en ellas la importancia que san Vicente
atribuye a la Eucaristía. He aquí uno y otra:
Y porque, según la Bula
de fundación de nuestra Congregación, debemos venerar de una manera
especialísima los inefables misterios de la Santísima Trinidad y de la
Encarnación, procuraremos cumplirlo con el mayor cuidado y de todos los modos
que podamos, pero principalmente cumpliendo estas tres cosas. 1. Hacer
frecuentemente y de lo íntimo del corazón actos de fe y de religión sobre estos
misterios. 2. Ofrecer todos los días en su honor algunas oraciones y buenas
obras, y especialmente celebrar sus festividades con solemnidad y con la mayor
devoción que nos sea posible. 3. Haciendo todo cuanto esté de nuestra parte
para que, por medio de nuestras instrucciones y buenos ejemplos, estos
misterios sean conocidos y venerados por todos los pueblos.
Y porque, para venerar
perfectamente estos misterios, no puede darse medio más excelente que el debido
culto y el buen uso de la Sagrada Eucaristía, ya la consideremos como
sacramento, ya como sacrificio, teniendo en cuenta que contiene en sí como un
compendio de los demás misterios de la fe, y que por sí misma santifica y
finalmente glorifica las almas de los que celebran como es debido y de los que
comulgan dignamente, y de esta manera se da mucha gloria a Dios trino y uno y
al Verbo encarnado, por eso en ninguna cosa pondremos tanto empeño como en
tributar a este sacramento y sacrificio el culto y honor debidos y en procurar
que los demás le tributen el mismo honor y la misma reverencia, y esto
procuraremos cumplirlo con el mayor esmero, en especial impidiendo, en cuanto
esté de nuestra parte, que se cometa contra él la menor irreverencia, de
palabra y obra, y enseñando con diligencia a los demás lo que deben creer
acerca de este inefable misterio, y cómo deben venerarle29.
Las consignas son
claras y formales. Tomando como centro la veneración de la Eucaristía, es
misión de los misioneros formar al pueblo cristiano en «el compendio de nuestra
fe», y hacer que viva en contacto con la hondura del misterio.
Haciendo eco a esta
línea de conducta, san Vicente llega a la minucia, cuando elige una ilustración
precisa para frontispicio del libro de la Reglas. Se ha reproducido fielmente
un siglo tras otro, en las sucesivas ediciones. Cuatro escenas resumen lo
esencial en la vida espiritual de la Congregación:
en el primero está la
Trinidad: Sancta Trinitas unus Deus
en el segundo la
Anunciación: Verbum caro factum est
en el tercero la
Eucaristía: O salutaris hostia
en el cuarto la Sagrada
Familia: Et erat subditus illis.
Queda dicho todo: hay
que vivir y hacer vivir el amor divino tal cual es vivido en la Trinidad, por
el misterio de la Encarnación, al que prolonga el de la Eucaristía. Todo para
Dios en la obediencia a su Nombre. Hoy, Dios nos habita, y es esa Buena Nueva
la que el misionero debe anunciar.
La catequesis
¿Cómo anunciar esa
Buena Nueva? Ciertamente por la predicación, pero también por la catequesis. Se
sabe la importancia a ella atribuida por san Vicente. En sus numerosas
misiones, él mismo la garantiza; la pone como piedra clave de su edificio
misionero. Está la catequesis menor, para los niños solos; y la mayor, para
todos: los niños son de ese modo catequizados de nuevo en presencia de sus
padres. Nuestro santo afirma: Todo el mundo está de acuerdo en que el fruto que
se realiza en la Misión se debe al catecismo30. La catequesis [«doctrina»] es
la baza la misión.
Tenemos retazos de un
catecismo que él redactó. La Bibliothèque Nationale tiene un “Catéchisme de
Saint Vincent”… Tres capítulos se reparten el primer plano: la Trinidad, la
Encarnación y … la Eucaristía. De otro lado, el catecismo malgache de 1657 es
cercano a san Vicente, si no ya inspirado por sus explicaciones. Se debaten los
expertos. Pero, al hojearlo, bien se ve el alto lugar que ocupa el Santísimo
Sacramento del Altar: hace su entrada en el capítulo sexto, y recibe atención a
lo largo de treinta más.
El medio doctrinal del
santo nos comunica de ese modo, que Vicente da una gran importancia a la
iniciación eucarística. Y todo el mundo le reconoce como institutor de la
«primera comunión».
La
primera comunión
Acaba una misión. San
Vicente y los misioneros han trabajado el campo del Señor durante días y días.
A los niños juzgados suficientemente preparados e instruidos «en las verdades
necesarias a la salvación», se les dispone para que se acerquen por primera vez
a la sagrada mesa. Poco a poco, el rito así instaurado gana en amplitud, y se
hace costumbre una cierta solemnidad, por lo cual dará san Vicente a aquellos
misioneros que hacen retiro el año 1635: Huir de las pompas y de la
aparatosidad extraordinaria en las procesiones y comuniones de la juventud31
Muchos párrocos aplaudirán esta consigna, pero que no olviden el sentido dado
por «el gran santo del gran siglo» a la primera comunión. No es ella profesión
de la fe, sino la solemnidad de un primer contacto con Jesús-Hostia [¿?
Cristo-Sacramento]. Debe sin duda leerse con atención el mensaje que, por
encima del tiempo, nos deja san Vicente:
Es uno de los [medios
principales] que tenemos para tocar a las personas mayores, que tienen el
corazón duro y obstinado, pero se dejan convencer por la devoción de los niños
y por el cuidado que en ellos se pone32
¿Los niños,
evangelizadores de los adultos? ¡Uno entre los milagros de la Eucaristía!
Perpectivas
para hoy
Leyendo con atención a
san Vicente, se evidencia cómo sitúa a la Eucaristía en la prolongación de la
Encarnación. En la sagrada forma, no adora san Vicente al solo Señor
crucificado, sino también al Salvador hoy presente al mundo y al hombre. Cristo
continúa en cada misa su obra de salvación, de liberación, de sanación; los
signos de la salvación continúan siendo dados, como lo fueron a los enviados de
Juan Bautista. El Señor se muestra en acción. Actúa en relación a y en contra
de todo, pese a nuestro pecado, a nuestra torpeza, nuestra falta de fe, a
nuestra crasitud humana. Para eso viene de nuevo. Él es el gran actor de
nuestras Eucaristías. Toda misa, toda comunión es el lugar efectivo donde se
efectúa la salvación del mundo y nuestra salvación colectiva y personal. En ese
sentido ninguna misa es banal, existe sólo el acto salvador de Cristo, tan
presente como el propio acto creador.
Y así puntualiza san
Vicente las consecuencias de nuestra participación: hacernos una «tierra de
encarnación», expresión bellísima, a imagen de la Virgen María. Se nos invita
de ese modo a ponernos en estado de cultivo, a esparcir la enjundia de nuestra
buena voluntad y de nuestra acción, a recibir la gracia acumulada en esa
Eucaristía. Nos quiere asimismo en espera de que Nuestro Señor nos marque,
dándonos la flor y nata de su espíritu. Se hace eco del Apóstol cuando dice a
Antonio Durand: Debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo33. Toda
adhesión a la Eucaristía es una llamada a la implicación a construir el mundo y
servir a los hermanos.
A la luz de la
enseñanza de san Vicente, nos vemos sin duda cuestionados, y podemos hacer
revisión de vida, para afinar en nosotros la presencia activa de Cristo en la
Eucarístía.
Presencia: ¿a qué
equivale? «Yo soy el pan de vida» es tanto como decir: «Heme aquí». La fórmula
de la consagración subraya el carácter personal de la presencia del Señor.
Necesitamos oírnos gritar: «Es el Señor»34.
Es presencia activa:
sabemos por experiencia hasta dónde puede ser invasora una presencia. Desde el
momento en que el ser humano es dos, no se pertenece. Es del otro tanto como de
sí mismo. Hace las cosas del otro al igual que las suyas. Actúa tanto por el
otro como por sí mismo. Ahora bien, Cristo nos invade, nos hacemos carne de su
carne, «una misma cosa con Él»35.
Como la Encarnación, la
Eucaristía es también intercambio. Por ella somos divinizados. Si somos
sinceros, de cada misa salimos tocados. Toda Eucaristía nos orienta
indisociablemente hacia Dios y hacia el prójimo. Imposible situarse en su
lógica sin amar mejor a los demás. Toda comunión nos pone en una común-unión.
Lo decía Juan-Pablo II: «El sentido auténtico de la Eucaristía se hace por sí
mismo escuela de amor que se efectúa en favor del prójimo». Es preciso que nos
re-apropiemos las palabras de san Vicente: Acudid a la santa comunión siempre
que os lo permita la bondad de Dios … allí es donde hay que ir a estudiar el
amor36.
La Eucaristía en
consecuencia nos hace misioneros. Dios viene a nosotros para transformarnos en
Sí y, por nosotros, para transformar el mundo. Somos enviados a testimoniar la
poderosa transfiguración experimentada en la Eucaristía, participando en la
transformación de las condiciones existenciales de aquellos que nos rodean. En
ese sentido, la Eucaristía, vivida a la manera vicenciana, nos hace profetas y
nos remite a sus preferidos, los pobres. Aun a riesgo de repetirme, el «test»
de una Eucaristía bien vivida es la caridad, el amor efectivo a los
desdichados. San Vicente nos presta un servicio, recordándonos lo esencial:
precisa hacer tangible el evangelio y anunciarlo a los pobres, porque ellos lo
necesitan más, es mayor su indigencia, y su suerte reclama justicia de Dios.
Por fin, cuando san
Vicente habla de «dejar a Dios por Dios»37, entiende: dejar un encuentro con
Dios en la misa, hondamente personal y enriquecedor, para vivir, en la persona
de los pobres, un encuentro con Dios, menos gratuito y más difícil. Nos saca
así de toda rutina, de toda esclavitud, – aun la sacramental -. Recuerda que
nuestra fe se vive y se realiza en la acción:
¿Qué le aprovecha,
hermanos míos, a una decir: “Yo tengo fe”, si no tiene obras? … Pues como el
cuerpo sin el espíritu está muerto, así también está muerta la fe sin las
obras38.
Notas:
SVP II, 180 ▲
SVPX 141-142 ▲
Coste, P., El Señor
Vicente, III, p. 240 ▲
Abelly, 603; SVP, XI, 807 ▲
SVP, X, 44 ▲
sess. XIII, can. 8
▲
SVP, III, 340 ▲
SVP, IX, 227 ▲
SVP, IX, 22 ▲
SVP, IX, 229 ▲
SVP, IX 229 ▲
SVP, IX, 307-308
▲
SVP, IX, 309 ▲
SVP, IX, 319 ▲
SVP, IX, 811 ▲
SVP, IX, 25 ▲
SVP, XI, 646 ▲
SVP, XI, 391 ▲
SVP, XI, 403 ▲
SVP, VI, 360 ▲
SVP, XI, 391 ▲
El rostro del sacerdote
según SVdP, CEME, 2004, p.54 ▲
SVP, XI, 404 ▲
Abelly, p. 600 ▲
cfr. Ex 17,8-13 ▲
SVP, XI, 121 ▲
SVP, XI 392 ▲
SVP, XI, 65-66 ▲
SVP, X 507-508
▲
SVP, I, 441 ▲
SVP, XI, 30 ▲
SVP, III, 112-113 ▲
SVP, XI, 236 ▲
Jn 6:35; Mc 6,50; Jn
21,7 ▲
cfr. Jn 6,57; 15,4 ▲
SVP, XI, 280 ▲
SVP, IX 725 ▲
Sant 2,14,26 ▲
La
devoción eucarística en San Vicente de Paúl
Tabla de contenidos de
este artículo1.- Exhortación a un hermano en trance de muerte 2.- Las Reglas
Comunes de la Misión 3.- El catecismo de la Misión 4.- La Eucaristía es fuente
de plenitud de vida cristiana a) Participar bien en la misa b) La comunión c)
Los deseados efectos de la Sagrada Comuniónd) La … [Leer el artículo completo]
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