o062012
Autor: Desconocido. • Año de publicación original: 1844. • Tiempo necesario (estimado) para la lectura de
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La noticia de las virtudes de nuestro Vicente se esparció, a pesar
de las precauciones que tomaba para ocultarlas; y un escritor, que muy
injustamente acusa a los hijos de haberse avergonzado de la gloria de su padre,
se complace en confesar que pocas personas de su estado han tenido mayor
reputación. El tiempo no debilitó a aquélla, tan justamente merecida, y cada
año la confirmaban milagros de todas clases. Esto hizo, al fin, pensar en su
beatificación, con gran contento de todos los que amaban a la Iglesia; los reyes y príncipes se unieron a sus vasallos para suplicar a
Clemente XI que empezase a tratar este gran asunto; y en pocos años se vieron
llegar cartas del rey de Francia, del rey y la reina de Inglaterra, del duque
de Lorena, del gran duque de Toscana, del dux y la república de Génova, y de
gran número de cardenales. En cuanto a los obispos, su número fue tan grande
que me contentaré con decir que a casi todos los del reino se juntaron los de
Polonia, España, Italia, Gran Bretaña, y aun los que no siempre habían estado
de acuerdo sobre otras materias, como Bossuet, Fenelon, Montgaillard,
celebraron a una voz la extraordinaria caridad del siervo de Dios. La asamblea de 1705, persuadida por el cardenal Noailles, hizo
en corporación lo que habían hecho los otros prelados en sus diócesis. Los
cabildos de nuestra Señora de San German de Auxerre siguieron el mismo ejemplo;
la ciudad de París, representada por su ayuntamiento, escribió también, y de
una manera digna de ella y del hombre grande para cuya gloria trabajaba; a
estas cartas se reunían las de todos los superioresde órdenes
religiosas, y de los miembros del clero.
Y no se crea que estas cartas son un tejido de generalidades que,
a fuerza de decir mucho, no dicen casi nada en particular. De todas las que nos
quedan, que el Papa hizo imprimir en Roma en 1709, no hay una que no se funde
sobre hechos relativos a los que las escriben. Así es que el rey de Inglaterra
motiva sus instancias sobre los servicios que hizo Vicente a sus reinos de
Escocia y de Irlanda en los más tempestuosos tiempos; y bien hubiera podido
añadir que, de los misioneros que prestaron estos importantes servicios, uno
padeció largo tiempo en un calabozo por orden del parricida Cromwell, otro fue
bárbaramente asesinado a la vista de su madre. Así es, también, que el duque de
Lorena dice que la memoria de este gran siervo de Dios está en
grandísima veneración entre los pueblos de sus estados, en agradecimiento de
los socorros espirituales que recibieron de él en los más calamitosos tiempos.
En fin, el ayuntamiento de París, cuya carta es de las mejores que se han
escrito sobre este asunto, después de recordar las heroicas virtudes que por
más de cincuenta años practicó Vicente de Paúl en esta
capital, el buen olor de Jesucristo que de tantas maneras difundió y la
reputación de santidad en que murió, continúa en estos términos: “¿Hay alguna clase de
miserables, Santísimo Padre, a cuyos males no haya puesto remedioVicente de Paúl? Las Hijas de la Caridad, instituidas por él, que
tienen más de treinta y cinco casas en París y cerca de trescientas fuera del
reino, instruyen a los hijos de los pobres, les prestan los más humillantes servicios en
sus propias chozas o en los hospitales, con una caridad, modestia y destreza
que tanto edifica a los ricos como instruye y alivia a los pobres. Las familias indigentes encuentran un
recurso seguro en las Cofradías fundadas por él y establecidas en casi todas
las parroquias de esta ciudad, y no solo en la mayor parte de las ciudades,
sino también en casi todos los pueblos del reino. Si un incendio hace algún
estrago grande, si la esterilidad o la inundacion causan la ruina de una
provincia, una junta de señoras distinguidas por su nacimiento, y todavía más
por su piedad, formada por la piadosa industria de este
caritativo sacerdote, y dirigida por sus sucesores los superiores generales
de las misiones, consagra un día cada semana al examen y remedio de estas
necesidades. Él sigue sirviendo de padre a una infinidad de niños expósitos
(cuyo número es prodigioso en esta ciudad) por la compasión que de ellos tuvo e
inspiró a otros. También los infelices condenados a las galeras experimentan
todos los días los efectos de esta compasión. No decimos, Santísimo Padre, sino
una parte de lo que vemos, etc.”
La carta del clero de Francia era todavía más viva. El cardenal de
Noailles, después de observar que es incumbencia de la Sede Apostólica
informarse de la vida y costumbres de los que quiere poner en el número de los
santos dice, en propios términos, que la asamblea general cree que la
canonización de Vicente de Paúl se puede
pedir altamente y sin miedo; illumque vobis expendendum non
timidé proponimus. A esto añade que la vida de este santo sacerdote
ha sido un prodigio, vita pro ostento fuit,
y que está toda la Francia tan llena de la fama de su santidad que cuesta gran trabajo impedir
que los pueblos le rindan un culto que sería culpable por ser precipitado; y
concluye con estas bellas palabras, que tanto aprecio y veneración indican: “Dignaos, pues, Santísimo Padre,
dar oídos a nuestros votos y a los de estos pueblos, decretando los honores tan
bien merecidos por Vicente. Los altares que le sean consagrados serán un
triunfo para la Religión.”
Los comisarios, nombrados por Su Eminencia desde 1704, trabajaban
mientras se escribian dichas cartas en el proceso informativo, trabajo que los
ocupó más de dieciocho meses. Aunque Vicente llevaba cuarenta y cinco años
muerto, se encontraron ciento ochenta y ocho testigos que hicieron justicia a su
memoria y estos testigos, unidos a los obispos que escribían en su favor y que
personalmente o por noticias lo habían conocido, formaron un cuerpo de pruebas
tan completo que se podía creer que el asunto estaría concluido a poco de
haberse comenzado. Pero no es la precipitación el defecto de la corte Romana;
parece que crece su vigilancia al paso que se multiplican las solicitudes y a
todo responde con su prudente calma, que siempre se hace pronto lo que se hace
bien.
El año de 1708 fue el proceso verbal a Roma, con otro llamado de
non cultu, en el cual se probaba que la Iglesia de
Francia, aunque tan celosa de la beatificación de Vicente de Paúl, no había prevenido el juicio de
la Santa Sede, y que, ni los sacerdotes de la Misión ni ninguna persona que
tuviese algún cargo, le habían rendido los honores reservados a los santos
canonizados. Estos dos procesos, que según la costumbre de la Congregación de
Ritos, no se debían abrir hasta pasados diez años, fueron examinados aquel mismo
año. El Santo Padre, que sin duda concedió esta gracia a las
instancias con que tantos soberanos, cardenales y obispos le rogaban que
coronara los méritos de uno de los más santos sacerdotes que ha tenido la Iglesia, añadió la de nombrar por relator de la causa al cardenal de la
Tremouille.
Como los procesos verbales, extendidos por el ordinario, solo
sirven para hacer saber a los romanos si la causa merece ser emprendida, luego
que la Santa Sede juzgó que se podía trabajar en la de Vicente de Paúl mandó
expedir cartas a nombre del Soberano Pontífice, remisoriales y compulsorias
dirigidas al cardenal de Noailles, a Artus de Lionne, obispo de Rosalia , y a
Humberto Ancelin, antiguo obispo de Tulles. Estas cartas encargaban a los tres
prelados, de los cuales dos deben trabajar siempre juntos, que instruyesen el
proceso in genere en el espacio de un año. Aunque este
proceso en general poco decide en cuanto al fondo, sirve para probar que la
reputación de la persona se sostiene y que, desde que se extendió la noticia de
los primeros procedimientos, no se ha presentado nada que deba impedir su
continuación. Solo se oyeron catorce testigos, a cuya cabeza se hallaban César
de Estreas, cardenal; Francisco de Saron, obispo de Clermont; Juan Bautista
Chevalier, subdeán de la gran cámara del parlamento, etc.; y sus declaraciones,
que han de ser solo generales, fueron unánimes. Todos afirmaron con juramento
que las eminentes virtudes de Vicente de Paúl le habían
conciliado el respeto de la ciudad, de la corte y de Francia entera; que la
fama de sus milagros se iba esparciendo más y más, y que la concurrencia de los
pueblos honraba su sepulcro.
Por temor
de ver desaparecer testigos de tanto peso como el Sr. Lamoignon, se pidió y
obtuvo permiso del Papa para recibir declaraciones de viejos y de
valetudinarios, y se les dio la comisión a los tres prelados de quienes se hizo
mención. No tenían más que seis meses para este nuevo proceso, así que fue
necesario pedir otros tres. Se presentaron sesenta y un testigos, de entre
sesenta y noventa años de edad, y cada uno de ellos tenía tanto bueno que decir
que fue menester trabajar mucho para no pedir a la Santa Sede una nueva
próroga.
Habiéndose recibido en Roma con algún aplauso el primero de estos
dos procesos, los tres prelados recibieron nueva orden para instruir en el término
de un año el proceso in specie. Les
estaba prescrito al mismo tiempo terminar sus trabajos con la apertura del
sepulcro del siervo deDios, y una exacta visita de todas las partes separadas de su cuerpo
que estaban en la ciudad y diócesis de París.
El 18 de Febrero de 1712 procedió el cardenal de Noailles a abrir
el sepulcro, después de oír a cincuenta y cuatro testigos, entre los cuales
estaba el arzobispo de Viena, Armando de Montmorin. El momento en que el cuerpo
había de salir a luz se aguardaba, por supuesto, con sentimientos mezclados de
temor y de esperanza. Hacía más de cincuenta y un años que estaba enterrado en
una iglesia en que
nunca se habían encontrado cuerpos enteros; podía haberlo tratado Dios como a
los demás y bien podía también haberlo conservado. Esta última conjetura era la
verdadera y los peritos, de los cuales uno era doctor y regente en medicina y
otro cirujano de los ejércitos del rey, después de una exactísima visita,
acabaron su relación jurídica con estas palabras: “En fin, podemos atestiguar, y lo hacemos, que hemos hallado un
cuerpo entero y sin ningún mal olor.” Fue espectáculo que aterró de
tal manera al Sr. Bounet, que como superior general de la Congregaeion lo
presenciaba, que al momento se retiró y solo las órdenes del cardenal arzobispo
le hicieron volver a contemplar el cuerpo de su buen
padre. Éste fue el término que usó el Sr. Noailles.
Este prelado escribió al Papa, después de la conclusión del
proceso, para darle cuenta de lo que habían hecho él y los otros dos
comisarios. Empieza afirmando, a su Santidad y a la Sagrada Congregación de
Ritos, que se han observado todas las reglas prescritas
por Urbano VIII e Inocencio XI, y que todos los testigos que han declarado
sobre la virtud y milagros del siervo deDios son dignos
de fe, en quienes ni él ni nadie han observado nada que pueda hacerlos
sospechosos. Después continúa en estos términos: “Así, Santísimo Padre, me tomo la confianza de
dirigir estas nuevas súplicas, no contento con las que ya he presentado, al
trono de vuestra Santidad en la carta que firmé a nombre del clero de Francia.
Estas son las más grandes, más vivas, más fuertes que pueden salir de un
corazón que no busca en este negocio sino la gloria de Dios y
la honra de sus siervos.”
También los obispos de Tulles y de Rosalia escribieron a Clemente
XI una carta que, aunque mucho más corta, en sustancia dice lo mismo. Los dos
sub-promotores escribieron al mismo tiempo a Lambertini, promotor de la fe, que por su mérito fue después elevado a la silla de San Pedro,
afirmando la probidad y religión de los testigos que citaron de oficio: Omnes,
omni exceptione majores, et pietatis ac religionis zelo conspicuos.
Todas estas cartas son del 1 de Marzo de 1742.
Después de examinar este proceso y las reglas que dio
el santo sacerdote a los tres establecimientos que instituyó, era necesario ya
pronunciar sobre la heroicidad de sus virtudes. Este punto capital se trata
siempre en tres congregaciones. En la primera, que se llama anti-preparatoria,
hace sus objeciones el promotor; en la siguiente, llamada preparatoria,
proponen los consultores todo lo que creen conveniente y, ordinariamente,
suspenden su juicio hasta que se aclaran sus dificultades; en la tercera, que
es la difinitiva, es necesario ya tomar un partido decisivo. Desde la primera
hasta la última pasaron doce años, a pesar de las instancias del clero de
Francia, que escribió por tercera vez, y de Luis XV y su augusta esposa, que
también escribieron; y hasta entonces decidió Benedicto XIII que estaba probado
que el venerable siervo de Dios Vicente de Paúl había
poseído en grado heroico las virtudes teologales y cardinales, y las que le son
anexas. El obispo de Cavaillon, que era uno de los consultores, confesó que no
había visto otro ejemplo de semejante unanimidad.
El decreto que decide de la santidad no decide del culto público.
Es necesario que Dios haga
conocer que quiere que se tribute este culto, y se supone que lo ha de dar a
conocer por milagros. Entre el gran número de prodigios que se habían obrado
sobre el sepulcro o por intercesion de Vicente, se habían escogido primero
sesenta y cuatro de los más notables; pero el temor de exponerse a las
interminables discusiones de un consejo que, por amor a la Iglesia, no pasa siempre por lo que habrían pasado los enemigos de ella,
hizo que se contentaran con proponer ocho, que la voz pública había anunciado
como milagrosos. No siendo necesarios más que dos bien averiguados, la Santa
Sede aprobó cuatro.
El primero se habla obrado en Claudio José Compoin que, habiendo
perdido completamente la vista a la edad de diez años, la recibió, en un
instante, luego que comenzó la novena sobre el sepulcro del siervo de Dios.
El
segundo se hizo en Ana Huillier, muchacha de ocho años, muda de nacimiento y
tan paralítica de las dos piernas que, hasta entonces, no había podido dar un
paso. Su madre, que bien o mal no había querido hacerle ningún remedio, hizo
por ella dos novenas; el fruto de su perseverancia fue un doble milagro: la
chiquita logró andar con firmeza y hablar con claridad.
No menos resplandeció la Omnipotencia Divina en el tercer milagro,
Maturina Guerin, Hija de la Caridad y de verdadero mérito, atacada de una
úlcera en la pierna que daba horror; pensó al fin, después de tres años de
padecer, que si tantos extraños encontraban alivio todos los días en el
sepulcro del santo sacerdote, era preciso que ella, hija suya, lo hallara
también. Su confianza no fue
vana: al noveno día de sus oraciones se vio la pierna tan sana como si no
hubiera tenido nada, y no fue porque aquellos humores se retiraran de una parte
para dañar otra, pues su restablecimiento fue completo y, en seis años que
vivió todavía, continuó en el servicio de lospobres con entera
libertad.
En fin, el último milagro fue el de Alejandro Felipe Legrand. Este
joven que, desde su nacimiento, estaba en el hospicio de expósitos, quedó
tullido a la edad de siete años, de manera que no podía andar ni acercar la
mano a la boca. El cirujano de la casa, que era uno de los más hábiles de
París, viendo que no conseguía nada con todos sus remedios, declaró que el
muchacho no podía sanar y que era menester llevarlo al hospital general, donde
había una sala para los incurables de su edad. Una Hija de la Caridad quiso,
antes de hacerlo, probar los remedios de otra clase, e hizo comenzar una novena
sobre el sepulcro de Vicente de Paúl, que aun no estaba concluida,
cuando Alejandro recobró el movimiento que no había podido lograr con cuatro
años de medicinas, y a pie y sin apoyo anduvo media legua para volver a su
antiguo domicilio. Este suceso hizo la misma impresión en Roma que en París, y
el milagro se sostuvo contra los ataques del promotor de la fe quien, en
una corte donde frecuentemente de noventa milagros no pasa uno, tiene un
protocolo de dificultades que hacer valer. En sus réplicas no se encuentran
vanas declamaciones, ni palabras amontonadas y confusas que no significan nada;
tiene por principios lo que han dicho los más sabios médicos, desde Hipócrates
hasta nuestros días, sobre todas las enfermedades imaginables; invoca en su
apoyo todo lo que ha obrado la naturaleza sola en casos semejantes, ya sea a
juicio de los maestros del arte, ya por las relaciones de los historiadores. Se
pregunta a un perito de consumada ciencia y basta que dude para decidir contra
lo sobrenatural de la operación; pero, si se ve precisado a reconocer en ella
la mano del Todopoderoso, todavía puede ser y es con frecuencia combatida su
aserción. Se encarga otro perito de un nuevo examen; presenta su dictamen, como
el primero, ante una asamblea inteligente; y, de tantas personas respetables
por su virtud y probidad, no hay una que, como el Apóstol, no ponga a Dios por
testigo, con peligro de su eterna salvación, de que no ha consultado más reglas que las
de la verdad y justicia. Añádanse a eso las oraciones, comuniones y sacrificios que se
ofrecen para atraerse las luces del Espíritu Santo, y se convendrá en que la Iglesia Romana
toma todas las precauciones posibles para evitar el error.
Benedicto XIII, después de haber oído a los cardenales y
consultores, y tomádose algún más tiempo para impetrar los auxilios
celestiales, el 15 de Agosto de 1729 publicó por fin el decreto que pone a Vicente de Paúl en el
número de los bienaventurados. El aplauso con que fue recibido este decreto en
todas las partes del mundo hizo tanto honor al digno sacerdote como la
magnificencia con que el 21 de Agosto fue celebrada su fiesta en la soberbia
basílica del Vaticano. Se hallaron en ella dieciocho cardenales de la
Congregación de Ritos, y veintiocho, tanto prelados como consultores, de la misma
Congregación. El Papa estuvo en la tarde y, después de adorar al Santísimo
Sacramento, fue a ponerse de rodillas delante de la imagen del recién
beatificado. Vicente de Paúl era tan
grande a los ojos de la Religión en este día de triunfo cuanto había sido
pequeño a los suyos mientras vivió sobre la tierra.
La misma fiesta se hizo en París, el 27 de Setiembre; y, aunque no
estaba ya entero su cuerpo, no tenía ningún mal olor y estuvo desde entonces
expuesto a la veneración de los fieles. Celebró de pontifical Carlos Gaspar
Guillermo, de los condes de Vintimille de Luc; la iglesia estaba
decentemente adornada, pero sin magnificencia.
Pocas diócesis hubo en Francia, Italia y Polonia que no se
pusiesen en movimiento, para darle muestras de su respeto. Prelados de todas
las órdenes se impusieron la obligación de abrir la solemnidad de su culto y,
muchos de ellos, de celebrar sus virtudes en los púlpitos. Los reyes, príncipes
y magistrados doblaron humildemente las rodillas delante de la imagen de aquel
pobre sacerdote que tantas veces las había inclinado delante de los pobres del
pueblo. El cielo continuó confirmando la decisión de la Santa Sede con nuevos
prodigios, que la obligaron a decretar nuevos honores al siervo de Dios.
Para esto, se dieron nuevas cartas remisoriales el 5 de Mayo de
1751 y los delegados, que eran el arzobispo de París, el obispo de Belen y el
antiguo obispo de Vence, oyeron en el espacio de dos años a ciento treinta y
cinco testigos; todos dieron sus declaraciones sobre hechos que se juzgaban superiores a las
fuerzas de la naturaleza. Los tres prelados dieron cuenta a Clemente XII, que
ocupaba entonces la silla de San Pedro, y añadían que, mientras se examinaban
los primeros milagros, casi en su presencia se habían obrado otros nuevos,
sobre todo en la persona de una jóven inglesa; y que, de los muchos que habían
sanado por la intercesión del Beato, ni uno había tenido las ridículas
convulsiones que habían hecho tanto ruido en París.
Aunque, para
la canonización de un santo, no se necesitan más que dos milagros, se
presentaron a la Sagrada Congregación siete, de los cuales solo relataré uno,
que tuvo mucha celebridad por haber recaído en una persona de consideración. El
detalle está sacado, como los precedentes, de las más auténticas actas.
Luisa
Isabel Sackville, doncella inglesa y de muy buena casa, perdió absolutamente el
uso de la pierna derecha después de tres o cuatro meses de calenturas. Por poco
que la apoyase en el suelo sentía en la cadera dolores tan agudos que solían
hacerla desmayar. No pudieron aliviar su mal los remedios que prescribieron los
más sabios médicos de París, ni unos baños medicinales que tomó; al contrario,
se encontró tan desfallecida después de su viaje que el mismo año recibió dos
veces los sacramentos. No se podía ver, sin compasión, a una persona tan joven
reducida al uso de las muletas, y arrastrando una pierna que pendía de su
cuerpo como una rama quebrada, que ya no recibe del árbol vida ni movimiento.
Dos religiosas de la comunidad de Santo
Tomás de Villanueva le dijeron que una de sus hermanas había sanado, poco
tiempo antes, de una enfermedad semejante por intercesión de Vicente, y ella se
determinó a comenzar una novena. El camino era muy penoso para la enferma; la
llevaban y la bajaban del coche casi como un cuerpo inanimado. Para llegar
hasta el sitio donde oía la misa necesitaba el auxilio de dos criados, porque
no le bastaban sus muletas. Un sacerdote de la casa, que supo que con la novena
no había tenido ningún alivio, le dio a besar el relicario en que estaba
encerrado el corazón del Santo y le hizo una exhortación a la perseverancia.
No estaba tan lejos como creía el tiempo señalado para que
resplandeciese sobre ella la misericordia de Dios. Desde el día siguiente sintió que su pierna, que estaba fría
como mármol, recobraba su calor natural y, al instante, le dijo a su hermana
que se creía en estado de poder andar sin apoyo. Lo hizo, en efecto, y anduvo
con la misma facilidad que antes de enfermarse. La joven de Sackville, fuera de
sí, dio la noticia rápidamente a las criadas de la casa, quienes acudieron y,
al ver tan asombrosa revolución, derramaron muchas lágrimas.
Las dos hermanas vivían en casa de la señora Hayes, que era de la
religión que se da el nombre de reformada y, al momento, empezaron a tratar de
cómo le anunciarian un suceso que, para ella, debía ser doblemente admirable.
Le mandaron un recado suplicándole que pasara a su cuarto, porque tenían una
buena noticia que darle. Pero es dificil moderar los primeros movimientos de un
gran regocijo: Isabel Sackville se hizo bastante violencia para no levantarse a
encontrar a la señora, y la recibió sentada como acostumbraba; pero,
preguntándole cuál era la buena noticia que tenía que dar, respondió
prontamente: Señora, hice una novena al
Beato Vicente de Paúl; he sanado y puedo andar; y al
momento se levantó y anduvo como una persona que no ha padecido nada. La
sorpresa de la señora Hayes fue mayor de lo que se esperaba, y no la dejó gozar
de aquel espectáculo, pues se desmayó de manera que, con trabajo, la hicieron volver en sí al cabo de una hora.
Después hablaba del milagro como hubiera podido hablar un celoso
católico, y lo atestiguó con un certificado escrito por ella misma, dando
licencia a su amiga para hacer de él el uso que creyese conveniente. Su marido,
que trataba a todas las personas distinguidas de la corte y de la ciudad,
olvidó entonces que era de una secta acostumbrada a tratar de fábulas los
milagros de laIglesia Romana.
Siempre contaba la curación como superior a las fuerzas de la naturaleza, y en
este sentido habló de ella al cardenal Fleury.
Tal fue el prodigio que, aunque separado de todos los accidentes
que pudieran oscurecerlo, pareció débil a los ojos de la Congregación de Ritos,
que es una nueva prueba de lo que ya otros han dicho antes: que hay más rigor
en los exámenes de la Santa Sede que en los de sus más declarados enemigos.
Para convencerse de eso basta comparar el juicio de Roma con el de la señora
Hayes, quien después de afirmar delante de Dios que no
habla sino para dar testimonio de la verdad, declara que “la señorita L. Isabel Sackville
cayó gravemente mala en su casa por el mes de marzo de 1750, y que entre los
accidentes de su enfermedad, quedó enteramente paralítica de la pierna derecha,
que se puso fría como hielo. También afirmo —prosigue ella—, que
cosa de tres años la vi arrastrar su pierna sin poder servirse de ella de
ninguna manera y que, el 23 de Diciembre de 1752, aunque hacía mucho tiempo que
no se hacía ningún remedio, porque el Sr. Chirac y todos los que la habían
visto la creían incurable, en un momento recobró el uso de ella, de modo que
solo a Dios se
puede atribuir una curación tan pronta y tan perfecta. Tanto me sorprendió esto
que, habiéndome mandado llamar la dicha Sackville como para darme una buena
noticia, me desmayé al verla andar y tardé largo tiempo en volver en mí. Pasé
la mayor parte de la noche sin dormir, y queriendo asegurarme de la solidez de
la curación, me levanté por la mañana por ver si, para ir al sepulcro del Beato Vicente de Paúl, a quien se había encomendado,
bajaba cómodamente la escalera y subía al coche sin apoyo. Yo misma vi que así
lo hizo y le recordé mandara que con un criado sus muletas al sepulcro del
Beato. Además, afirmo que ha continuado andando con tanta facilidad como
cualquiera otra persoua, sin haber tenido crisis, ni sudor, ni haberse hecho
ningún remedio, ni antes ni después de su curación. París, 3 de Febrero de
1755. Firmado. Catarina Soracole Hayes”.
Vicente de Paúl es, tal
vez, el único a quien nuestros hermanos separados han dado el nombre de Santo,
además del Apóstol de las Indias. Los que siguen tan de cerca las huellas de
los grandes hombres tienen algún derecho a sus prerrogativas.
El 24 de Junio de 1736 aprobó Clemente XII dos de los milagros que
le presentaron, y el 16 de Junio del año siguiente dio la bula de la
canonización. No hablaré del ligero disturbio que excitó; pero sí diré que,
cuando Pedro Gilberto de Voisins pidió su supresión, habló de Vicente de Paúlen los mismos términos que los
Molé, Lamoignon, Lepelletier y tantos otros magistrados ilustres: es decir, que
promulgó la nueva canonización como de un santo tanto más digno de veneración
en aquel reino, que después de haberlo edificado con sus ejemplos, ha dejado en
él monumentos eternos de su piedad y celo. El parlamento declaró también en sus representaciones al rey,
que no era su intento tocar a la veneración que tenía toda la Francia al santo
sacerdote, y que no faltaba, para autorizar su culto, más que la bula estuviese
revestida de las fórmulas acostumbradas en el estado.
Mientras
duraban estas agitaciones continuaba el Santo haciendo milagros de todas clases
y su fiesta se celebraba en Europa, África, América y hasta las estremidades de
Asia, con todas las solemnidades posibles. Roma comenzó, según la costumbre, y
la ceremonia se hizo en la basílica de Letran con magnilicos adornos, solo
inferiores a aquéllos que se hacen a expensas de los soberanos. Los costos
hubieran sido excesivos para un cuerpo particular si no hubiera servido la
misma pompa para Francisco Régis, Julián de Falconeli y Catarina Fieschi, a
quienes había puesto el Papa poco antes en el número de los santos.
En Francia se hizo lo mejor que se podía desear. El arzobispo de
París comenzó la solemnidad de la octava a la cabeza de su metrópoli y de las
cuatro iglesias que tienen costumbre de acompañarlo, y el cardenal de Polignac
la concluyó. Las más sabias comunidades enviaron sus diputados, y el duque de
Richelieu, que fue de Fontainebleau expresamente para asistir el último día,
tuvo la satisfacción de ver, en presencia de una hermosa y numerosa asamblea,
que no se puede hacer bien el elogio de la caridad de Vicente de Paúl sin hacer
también el de las inmensas liberalidades de la duquesa de Aiguillon.
Todas las
provincias del reino siguieron prontamente el ejemplo de la capital: habiéndose
celebrado la fiesta en Fontainebleau mientras el rey estaba allí, este príncipe
dio orden para que la parroquia que sirven los misioneros fuese adornada con
las más bellas tapicerías de la corona. Sus majestades fueron allí a presentar
sus homenajes al nuevo Santo, cuyo ejemplo siguieron aun los más grandes de la
corte y la reina, que edificaba en todas partes, se enterneció al ver la
devoción de una niña de nueve años que, por intercesión de Vicente, había
sanado de parálisis en su infancia, y que aprovechó la nueva solemnidad para
dar a su bienhechor las gracias que por su poca edad no había dado.
Los
señores condes de Lejon, con la mira de honrar a un hombre que hizo tanto honor
a la elección de sus predecesores, se ofrecieron a prestar una de sus tres
iglesias para la ceremonia y, en presencia de su arzobispo que por su avanzada
edad no podía celebrar, hicieron la función del primer día con la antigua
majestad que causa admiración a todos los extranjeros. Más de ciento veinte
curas de la diócesis fueron en procesión a ofrecer sus respetos a un sacerdote
que había sido, al mismo tiempo, su colega y su modelo y, en fin, más de seis
mil comuniones que se hicieron durante la octava dieron idea del fervor que
Vicente había comunicado en otro tiempo a su pueblo de Châtillon.
Este pueblo, cuya veneración a la memoria de Vicente de Paúl era igual
al amor que
Vicente le había tenido, merece un segundo lugar en la historia de su antiguo
pastor, por el tierno respeto que le profesaba. Luego que esta ciudad supo que
se había realizado su predicción de que algún día sería colocado en el número
de los santos, su regocijo se convirtió en triunfo. Se recibieron allí a los religiosos del
siervo de Dios como
hubiera sido recibido él mismo si en persona hubiera ido a visitar de nuevo su
rebaño. Todos lo miraban como un nuevo protector, dispuesto a hacer por ellos
lo que Jeremías hacía después de su muerte por el pueblo de Dios. Estas justas expresiones no han sido desmentidas y los muchos
milagros colgados en la capilla prueban igualmente la ternura que conserva por
sus ovejas y su gran poder para con Dios.
Pero, más que en ninguna otra parte, triunfó el nuevo santo en la
diócesis donde nació. Luego que Luis María Suarez de Aulan, digno obispo de
Dax, anunció a su pueblo la fiesta de SanVicente de Paúl, sacerdote y confesor, nativo de
la parroquia de Pouy, en una pastoral llena de dignidad y sabiduría (del 10 de
Junio de 1758), todo se puso en movimiento hasta el Bearn y la baja Navarra. La
concurrencia fue tan numerosa que, no obstante las precauciones tomadas por la
policía, hubo gran número de gentes obligadas a comer pan de centeno. Los
confesores no tuvieron un momento de tregua durante toda la octava, y todos los
días daban las cuatro de la tarde, y a veces las seis, sin haber acabado de dar
la comunión; todas las autoridades y comunidades compitieron en hacer honores a
su santo compatriota. La familia de Vicente de Paúl, siempre pobre pero virtuosa, no
se distinguió más que por su modestia e inocencia de costumbres.
El espectáculo que presentó la ciudad de Burdeos fue más grandioso
y no menos edificante. Una procesión muy bien ordenada pasó de la catedral al
hospital donde debía celebrarse la fiesta, y a su cabeza iban los niños expósitós,
inocente enjambre, que en cualquier parte que esté debe mucho al siervo de Dios, pues el celo que tuvo
por ellos en París ha servido de regla a las provincias. El joven de Savignac,
hijo y hermano de magistrados de primer orden iba, con un cirio en la mano,
entre las dos banderas que precedían al clero del seminario y de la
catedral. En el bautismo le habían puesto el nombre de Vicente de Paúl, porque nació mientras se
celebraba la fiesta de la beatificación y su virtuosa madre dispuso que desde
su infancia honrase así a su santo patrón, para que aprendiese desde temprano a
seguir sus ejemplos. El arzobispo primado de Arquitania cerraba la marcha de su
numeroso clero y detrás el parlamento con todo el cuerpo judicial y los
empleados del gobierno.
Todas estas pruebas de respeto y devoción a San Vicente dio una
ciudad en cuyo favor no tuvo ocasión de hacer ni la milésima parte de lo que
hizo por otras. No menos las dio de fervor ypiedad la iglesia donde se
hizo la fiesta; estuvo llena de gente toda la octava, y cada día se dio la
comunion a más de novecientas personas, mostrándose la nobleza tan rica en fe como el
pueblo. Los ocho panegíricos que se hicieron, como en otros varios lugares,
fueron justamente aplaudidos, y tanto más gustaron cuanto más desterrado de
ellos estaba el fausto y la elocuencia. Así en París como en las provincias se
confesó que, en un elogio tan abundante como el deVicente de Paúl, para ser orador, basta ser
historiador.
No solo
en Francia fue celebrado el nombre de nuestro Santo: la Saboga, el Piamonte, la
Toscana, la república de Génova, el reino de Nápoles, Polonia y otros muchos
estados lo honraron con una especie de emulación. Lisboa no cedió en este punto
a ninguna parte del mundo cristiano; decir que el serenísimo rey de Portugal D.
Juan V hizo los gastos de la solemnidad es lo mismo que decir que se hizo con la
mayor magnificencia.
Una cosa bastante singular es que tal vez no hay diócesis en que
sea más conocida la virtud de nuestro Santo, su nombre más amado y su culto más
extendido, que en la Iglesia de Ipres.
Hemos visto a gentes de distinción de esta ciudad ir a París para tener la
felicidad de invocarlo sobre su sepulcro; volverse inmediatamente a su país sin
ver nada de lo que llama la atención de los extranjeros en esa hermosa capital
y decir, con una sencillez llena de
religión, que creían haber visto todo con ver los preciosos restos de un hombre
tan poderoso en hechos como en palabras. De Ipres pasó su culto a Lovayna, cuya
universidad sabe aliar tan perfectamente la erudición con la virtud.
Desde el decreto de la Santa Sede se ha extendido mucho el culto
de este hombre de Dios. América Septentrional lo ha añadido a sus otros santos
protectores, y la primera parroquia que se ha edificado allí después de su
canonización ha tomado su nombre. De tantos lugares en que se ha celebrado su
fiesta, tal vez no hay uno en que no se haya visto algún milagro, y en muchos
han sido varios; pero, aunque es grande la idea que dan del Santo estas
maravillas, es menester confesar que la santidad de su vida será siempre el
mayor de sus milagros. Si se repasa ligeramente lo que hemos relatado, ¿dónde
se encontrará “más inocencia de costumbres,
más tiernapiedad, más viva fe, más firme esperanza, más ardiente caridad,
práctica de virtudes más heroica, celomás eficaz, conducta más
«prudente, desinterés más absoluto y más profunda humildad?”
(Pastoral del obispo de Rodez, Octubre 5 de 1738)
Mientras subsista la Iglesia de
Jesucristo, y ha de subsistir hasta el fin de los siglos a pesar de todos los
esfuerzos del infierno, se alabará en todas partes del mundo “el sacrificio continuo que hizo
de su cuerpo y de sus sentidos, su dulzura, su igualdad de carácter, su
angelical pureza, su respeto a los prelados de la Iglesia, su pronta y sincera obediencia a
las determinaciones de éstos, su trabajoinfatigable en
instruir a los pueblos en las verdades de la salvación, su celo y
esmero en prevenir los nuevos errores, en aniquilarlos desde su nacimiento si
hubiera podido, y en alejarlos de las compañías que había fundado, o cuya
dirección le había dado la Providencia.”
(Pastoral del obispo de Angers, 12 de Abril.)
Los que quieran seguir los pasos de Vicente, quien siguió los de
Jesucristo, deben tener presente que el culto de los santos consiste
esencialmente en imitarlos en la tierra, y que la vida de SanVicente de Paúl fue el
Evangelio, o más bien, la perfección del
Evangelio puesta en práctica, mediante la fe que obra
por la caridad. Su ejemplo debe convencer, a quien quiera imitarlo, de la
necesidad que tiene de caminar siguiendo sus huellas; porque ha poseído con tal
plenitud todas las virtudes que, para cualquier estado de la vida, se encuentra
mucho que imitar en la conducta de nuestro gran Santo.
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