3. Juan Gabriel Perboyre CM (1802-1840)
1802, 6 de enero
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Nace cerca de Montgesty, diócesis de
Cahors
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1818, 15 de diciembre
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Entra en la Congregación de la Misión
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1925, 23 de septiembre
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Ordenación sacerdotal en la Capilla
de las Hijas de la Caridad, calle del Bac – Paris
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1835, 21 de marzo
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Parte hacia China
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1840, 11 de septiembre
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Muere Mártir
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1889, 10 de noviembre
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Beatificación
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1996, 2 de junio
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Canonización
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11 de septiembre
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Su fiesta litúrgica
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2. BIOGRAFIA
Autor:
Anónimo
(Anales Españoles.
Tomo
VI. •
1898)
Pedro Perboyre y María Rigal, su esposa, eran labradores acomodados, de
la Parroquia de Montgesty, Diócesis de Cahors, a la vez que cristianos modelos
en un país verdaderamente religioso, bendiciéndolos Dios en sus nueve hijos. Cinco de ellos se consagraron a Dios en la familia espiritual de
San Vicente de Paúl: Juan Gabriel es venerado hoy sobre
los altares; Luis murió santamente en el navío que le conducía a las misiones
de China; Santiago, Subsecretario del Superior General, y sus dos
hermanas, Hijas de la
Caridad, vivían
todavía en 1890, cuando se celebraban las fiestas de la Beatificación. Una de
ellas estaba en China; la otra y Santiago asistieron en Roma a las fiestas
triunfales del bienaventurado Juan Gabriel.
El niño predestinado que había de manifestar la divinidad de Jesucristo
en medio de las poblaciones de la China, vino al mundo el 6 de Enero de 1802,
día de la Epifanía; y treinta y ocho años después, el 11 de Septiembre de 1840,
fue martirizado en China, y el lo de Noviembre de 1889 fue beatificado por el
Papa León XIII, siendo el primero del siglo decimonono a quien la Iglesia ha concedido tal honor.
Infancia Y Presagios Del Apostolado De
Juan Gabriel
Desde la más tierna edad su alma se volvió hacia Dios, y balbucía con ternura los
dulcísimos nombres de Jesús y de María. Al
par que crecía en él la piedad, se aumentaban las luces de la
razón. Tenía gran amor a los pobres; su vista le enternecía, y con mucha
frecuencia los socorría con las pequeñas provisiones que le daban para ir a la
escuela o al campo.
En la instrucción del Catecismo dió tales pruebas de inteligencia
y piedad, que el Sr. Cura le encargaba enseñar
a sus compañeros durante su ausencia, y ellos escuchaban con gusto las
lecciones de su joven maestro.
Juan Gabriel llevaba el celo de la verdad religiosa hasta el
seno de su familia, y sus buenos padres se complacían en hacerle repetir los
sermones que había oído, lo cual verificaba con tal fervor, que un día le dijo
su padre: «Puesto que predicas tan bien, es necesario que seas Sacerdote». El
niño bajó los ojos y dejó escapar algunas lágrimas.
Sus padres, sin embargo, le dedicaron al trabajo del campo, en que le ocuparon
hasta los quince años. El padre, admirado de la actividad y destreza de su
hijo, solía decir: «La muerte puede venir y sorprenderme cuando Dios quiera; pues mis hijos ya no
quedarán huérfanos, porque Juan Gabriel les podrá servir de padre».
Este gracioso y santo niño hizo su primera Comunión a los once años. Su
alma estaba preparada, como se notaba por su singular piedad; desde este día fue mucho mayor su
unión con Dios.
El hermano de Juan Gabriel, Luis, que era más joven, mostraba igualmente
las mejores disposiciones para la piedad y el estudio. Se determinó, pues, su padre a
entregarlo al Sr. Perboyre su tío, que era Misionero Lazarista y Superior
del Seminario menor de Montaubán.
El pequeño Luis era muy tímido y de salud bastante delicada; se
resolvió, pues, que Juan Gabriel le acompañase al Seminario Menor y permaneciese con él
algunos meses, ya para acostumbrar a su querido Luis, ya también para que
completase sus primeros estudios. Tenía entonces la edad de quince años.
Tuvo por profesor al Sr. Thyeís. Véase
lo que este buen Sacerdote escribía más tarde al tío de su alumno en estos
términos: «Me parece verle todavía blanco, fresco y encarnado, de talante vivo
e inteligente. Este joven nos encantaba a todos; le comprometíamos a seguir
todos los cursos que se estudiaban en el Establecimiento; usted se opuso al
principio, diciendo que era necesario dejar algún hijo a sus padres para que
les ayudara a cultivar sus viñas. Ignorabais, señor, que estaba determinado que
uno y otro no cultivasen otras viñas que las del Señor».
Al cabo de dos años de estudio, Juan Gabriel empezó la. Filosofía,
después de haber obtenido los más felices resultados y los aplausos de sus
condiscípulos. « ¡Le amaban tanto! — Continúa el mismo testigo, — mejor diré,
le profesaban tierna veneración y le llamaban el pequeño Jesús. Alguna
vez, estando en clase, el vecino de la derecha o de, la izquierda le inquietaba
un poco, más el pequeño Jesús no respondía sino con una media
sonrisa y una dulce y suplicante mirada. 2 Y ¿por qué sonreír y suplicar, en
vez de zaherir a su inconsiderado vecino? Era porque quería desarmar al
travieso y no herirle. Hay en estas almas unidas íntimamente con Dios, y como si estuvieran fundidas en Él,
misteriosas delicadezas de caridad…»
Al siguiente año su profesor de
Filosofía cesó de explicar antes de terminar el curso, sustituyéndole este
joven de diez y siete años; y no se puede decir el contento
con que fue recibido por sus
condiscípulos el improvisado profesor.
Dotado de las más brillantes y sólidas
cualidades, hubiera podido Juan Gabriel pretender algún puesto distinguido en
el mundo; pero su corazón hacía ya mucho tiempo que tenía muy distintas
aspiraciones: deseaba llegar a ser un apóstol.
Cierto día, viniendo de oír un sermón, dijo a su tío: «Yo quiero ser
Misionero.» Al terminar la Retórica, en un ejercicio público leyó en un trozo
de su composición: La cruz es la más hermosa insignia; en
las cuales palabras se manifestaba todo el interior de su alma. También
escribía: «¡Ah, qué hermosa es la cruz plantada en medio de tierras de
infieles y frecuentemente regada con la sangre de los apóstoles de
Jesucristo!».
Sacerdote De La Congregación De La
Misión
Juan Gabriel, admitido en la Congregación de
la Misión en
Diciembre de 1818, hizo su noviciado en Montaubán, y emitió los santos votos el
28 de Diciembre de 1820. Sus superiores le llamaron inmediatamente a
París para que continuase los estudios eclesiásticos; después fue enviado a
enseñar la Filosofía en el Colegio de Montdidier. Finalmente, el 23 de
Septiembre de 1825, fue ordenado Sacerdote en París en la capilla de las Hijas de la Caridad.
Todas las virtudes del joven Misionero estaban singularmente
embellecidas por el candor, la bondad y la sencillez. Su fisonomía era del corto número de
aquellas que jamás se cansa uno de mirar: era como un reflejo de las gracias
divinas, una expresión de su bondad interior.
¡Qué bien celebraba la Misa! ¡Qué fervor tenía en el altar! En el
púlpito, su espíritu y corazón hablaban a la vez;
pero su espíritu era el de la santidad, y su
corazón estaba abrasado del amor divino. No es extraño, pues ya
de pequeño se le llamaba el santito.
Como todos los santos, profesaba gran devoción a la Santísima Virgen; y
no era una devoción vulgar y tibia, pues unía a la perseverancia en honrarla é
invocar su protección una confianza, un abandono y tal ternura, que se
parecía a la de un hijo que se encuentra ya en las rodillas, ya en los brazos
de su buena madre.
Elevado a la dignidad sacerdotal, fue encargado el siervo de Dios de explicar la Teología en el Seminario Mayor de Saint-Flour.
En 1827, teniendo veinticinco años, se le confió la dirección del
pensionado eclesiástico de Saint-Flour, cuya situación difícil pedía un
Superior prudente y activo. A la sazón el pensionado contaba
sólo treinta alumnos; más al año siguiente tenía ya más de ciento.
¡Era cosa de gran consuelo vivir bajo
la dirección de un santo!
«Durante seis años— cuenta uno de sus
alumnos—tuve la dicha de vivir en compañía de este santo varón, bastante
dichoso, admirando el resplandor de sus eminentes virtudes y sintiendo algo de
los suaves perfumes que despedían a su alrededor. Porque no era posible
aproximarse a él, ni se le podía ver sin quedar movido, atraído y como
embelesado por aquella dulzura angelical, por aquella humildad profunda, por
aquella caridad maravillosa y por todo el conjunto de virtudes, que hacían de
él un Sacerdote santo, visiblemente predestinado, y una copia viva del mismo
Salvador».
En 1832 el Sr. Perboyre supo la muerte de su hermano Luis, que dio su
alma a Dios en su viaje para la China; el
siervo de Dios experimentó por ello vivísimo
dolor; pero este acontecimiento le confirmó más y más en su vocación de
Misionero. Sus superiores no le permitieron todavía poner
en ejecución sus deseos; lo llamaron a París y le pusieron al frente del Seminario interno o Noviciado de la
Congregación.
Esto fue una bendición para los seminaristas, que tuvieron a la vista un
tan perfecto modelo de la vida religiosa. «Hacía tiempo que deseaba yo tratar
con un santo—decía uno de ellos; —ahora que tengo la dicha de vivir con el Sr.
Perboyre, me parece que Dios Nuestro Señor ha cumplido mis
deseos. Muchas veces decía yo a mis compañeros: «Vosotros veréis cómo el Sr.
Perboyre es canonizado un día.»
El Sr. Perboyre no se daba cuenta del sentimiento
de veneración que inspiraba, antes por el contrario, se tenía a sí por «el
estropajo de casa.»
¿Cuál era la causa secreta que hacía que ejerciese tan poderosa
influencia sobre las almas un Sacerdote tan humilde y tan enemigo de la
singularidad? Sin duda, aquella que está manifestada en las dos máximas que
fueron norma de su conducta: «No se puede hacer bien a las almas sino por la oración. En todo lo que hicieres no intentes
sino agradar a Dios, pues sin esto no harás sino perder
el tiempo y el trabajo.»
Su Vida Apostólica
El siervo de Dios era de complexión débil, y esta
fue la causa por que los Superiores manifestaron cierta dificultad
en enviarlo a la China, condescendiendo con sus vivos deseos; pero habiendo
hecho él una fervorosa novena a la Santísima Virgen, consiguió la gracia que tanto deseaba. Se embarcó en
el Havre el 21 de Marzo, y el 29 de Abril estaba ya en Macao.
Después de seis meses de su salida del Havre, llegó a la residencia de
los Padres Lazaristas de Nan-Jan-Fou, de la provincia de Onan, donde años
antes, en 1820, había consumado su carrera un glorioso mártir, también Lazarista, el Venerable
Clet. Permaneció allí dos años y después fue enviado a evangelizar el Hou-pé.
Es indecible lo mucho que trabajó durante algunos años de apostolado, multiplicándose
en todas partes. Descuidaba su poca salud, y el resplandor de sus virtudes
ayudaba poderosamente a su palabra, por lo que todos le miraban como un hombre
de Dios.
Mas se aproximaba ya la hora del sacrificio, y Dios dio a conocer a su siervo que se
acercaba, permitiendo que padeciera angustia semejante a la del Redentor en el
Huerto de las Olivas. Aparta de él la luz interior que le comunicaba, y le
abandona durante algunos meses a la desolación. Se creía, como San Francisco de
Sales, reprobado por Dios. En el crucifijo solamente veía un
Juez severo, de quien no podía esperar sino maldición, y cuando celebraba la
santa Misa le parecía ser como otro sacrílego Judas. Las penas interiores
alteraron profundamente su flaca salud, y habría sucumbido, seguramente, a no
haber puesto Dios término a tan dura prueba,
apareciéndosele el divino Maestro enclavado en la Cruz y diciéndole: ¿Qué temes? ¿Por
ventura no he muerto también por ti? Mete tus dedos en mis llagas y confía
mucho en tu salvación.» Desapareció la visión confortans eum, y
se disiparon los temores, quedando su alma inundada de gozos y paz indecible, pues con esto había el siervo
de Dios recibido como una garantía de su
salvación y un presagio de su martirio, parecido al de, Jesucristo.
El Martirio
Era el 15 de Septiembre del año 1839, y se encontraban el Sr. Perboyre y
el Sr. Baldus, su hermano de Congregación, en su residencia de Tha-Yuen-Keon,
cuando de repente recibieron la noticia de que venían a prenderles algunos
satélites conducidos por mandarines. Estos pusieron fuego a la residencia y
maltrataron a algunos cristianos. El siervo de Dios trató de ocultarse huyendo, logrando
durante dos días burlar la vigilancia de los satélites que le perseguían; iba
acompañado de un guía chino. Dos días después, sintiéndose desfallecido, se
echó para descansar en la espesura de un bosque. Llegaron allí los soldados, y
no conociendo al Misionero, preguntaron al guía si le había visto. Contestó
aquel discípulo codicioso:—¿Cuánto se le dará al que le descubriere?—Treinta
taels.—Pues entonces, aquí está. En seguida fue cogido y amarrado el Sr. Perboyre,
quien aconsejó la paciencia a otro discípulo que le defendía. Habiéndole
obligado a declarar dónde estaban escondidos sus hermanos, se negó
constantemente a ello, por lo cual le maltratan, le quitan sus vestidos y le
llevan al mandarín. Éste manda devolverle sus vestidos, y luego suspenderle de
una viga por las manos; mas temiendo que por su debilidad sucumba pronto, le
manda sentar y sujetar a un banquillo, donde, a semejanza del divino Modelo
atado a la columna, sirve de juguete a todos los oficiales de aquel tribunal.
El día siguiente fue conducido, cargado de cadenas, a la ciudad de
Kon-Tching, y habiendo caído desmayado, Dios le proporcionó otro Simón
Cirineo en un pagano llamado Licou, que, movido de compasión, pagó una litera
para ser transportado el mártir hasta Kon-Tching. Supo corresponder
muy bien nuestro mártir a esta obra de caridad, pues en
seguida de su muerte, se apareció al caritativo Licou, durante una enfermedad
que le sobrevino, consiguiéndole la gracia de la fe y de una muerte cristiana.
En dicha ciudad permaneció treinta días, siendo su morada la prisión.
En este tiempo se le manifestaron los jueces bastante humanos. Confesó el
Misionero que era Sacerdote de Jesucristo y que jamás renunciaría a su fe: a las preguntas que se le hacían sobre los otros
Misioneros, respondía únicamente: aquí no conozco más que el que les está
hablando.
Se le condujo después a Siang-Tang-Fou, en cuyo tribunal declaró con
firmeza que había venido a la China para predicar la fe cristiana. El juez le carga de amenazas, de
insultos y de acusaciones, y con el tormento más sensible, esto es, las
torturas tan humillantes que infligieron a su pureza.
Hace traer el mandarín varios objetos sagrados, que se habían cogido a
los Misioneros en el saqueo de la residencia, y manda al confesor de Cristo
que se los ponga y que lea en el Misal para así mofarse de él. Le amenaza con
toda suerte de suplicios, a fin de conseguir que renuncie a la fe cristiana cuanto antes; pero el hijo de Vicente de Paúl permanece inalterable en medio
de tantas injurias y amenazas.
Al día siguiente tuvo lugar el segundo
interrogatorio, durante el cual permaneció cuatro horas hincado, las rodillas
desnudas, sobre cadenas de hierro.
Quince días después hubo de comparecer delante del tribunal superior. El
nuevo juez, exasperado por la constancia invencible del confesor de la fe, le mandó primero arrodillarse sobre una cadena, después
suspenderle en el hang-tsé. Era éste una máquina que se colocaba encima del
paciente, a la que se ataban los pulgares juntos de las dos manos y la trenza
del cabello. En este suplicio permaneció durante cuatro horas, y por aumentar
tan atroces tormentos, agarraba un satélite al paciente de la trenza y le
sacudía bárbaramente.
Diez días después sufrió un nuevo interrogatorio, y de nuevo se le hace
fuerza para que llegue a renegar de su fe. Se le dieron 40 golpes en la cara con un látigo de tres
correas, hasta poner su rostro en tal estado, que ni siquiera le quedaba
apariencia de hombre. Con todo, mandó el mandarín que se le colgara y
atormentara en el horrible hang-tsé. En medio de tan espantosos tormentos, no
se oye ni una queja ni un suspiro de dolor al atleta de Jesucristo, que en todo
se parece a su divino Maestro, tanto, que los espectadores, todos conmovidos,
apenas pueden contener sus lágrimas.
Poco tiempo después fue el santo
prisionero conducido, en compañía de otros diez cristianos, a Ou-Tchang-Fou,
capital de Hou-pé, distante 140 leguas. Iban cargados de cadenas y grillos en
el cuello, en las manos y en los pies. Apenas llegaron fueron aherrojados en
una horrible cárcel en compañía de criminales acostumbrados a toda clase de
crímenes, é infestado el lugar por la miseria que reinaba, a causa de la mucha
suciedad. Por la noche se sujetaba al preso por un pie a un cepo sujeto a la
pared, con lo cual bien pronto se resintió, llegando a pudrírsele y a secársele
una de las arterias.
En dicha ciudad de Ou-Tchang-Fou fueron muchos los tormentos que le
dieron, cuidando al propio tiempo de que no se les muriera la víctima. En una
ocasión le pusieron con las rodillas desnudas sobre cadenas de hierro, con las
manos en cruz, sosteniendo pesados trozos de
madera; el cansancio y la debilidad no le permitían sostenerlos y se le caían;
entonces con rudos golpes le obligaban a levantarlos; así permaneció desde las
nueve de la mañana hasta anochecer. En otro interrogatorio mandó el mandarín a
los demás cristianos que le insultasen y escupiesen en el rostro y le burlasen;
cinco tuvieron la debilidad de cumplir tan impía orden y apostatar; más uno de
ellos se le acercó con respeto y le quito un cabello, que conservó como
reliquia.
Le presentaron, en fin, al virrey, verdadero tigre, que había adquirido
por todo el Imperio fama de feroz, y que era enemigo encarnizado de los
cristianos. El siervo de Dios declaró en su presencia que era
Sacerdote cristiano, confesando con ingenuidad no menos que con valor su fe. El virrey mandó que se le suspendiera de los cabellos
durante algunas horas. En otra ocasión mandó que se le sujetase a una especie
de cruz durante la mayor parte del día.
Con un punzón de hierro grabaron sobre la frente del mártir ese estigma: Secta
abominable. Unas veces le levantan en alto y le dejan caer con todo su
peso. Otras le suspenden del cabello con los brazos en cruz; otras le ponen sobre las
pantorrillas una palanca, sobre la cual se balanceaban dos hombres; en una
palabra, le quebrantan sus miembros de mil maneras, según les inspira su
crueldad. Mas en medio de todos estos tormentos espantosos, conserva el invencible
atleta de Cristo la paz más completa, y sobre su semblante se ve
resplandecer la alegría que inunda su corazón.
No pararon los tormentos en lo físico, sino que también tuvo que padecer
en lo moral. En efecto, tiraron al suelo un Crucifijo:—»Pisotea al Dios que tú adoras, y te doy libertad
—exclamó un mandarín.— ¡Ay de mí!—gritó el mártir muy conmovido —¿Cómo podría yo
injuriar así a mi Dios, mi criador y mi salvador?» Y
bajándose, aunque penosamente, toma con devoción la sagrada imagen, la aprieta
sobre su corazón y la pega a sus labios; pero un satélite se la quita y la
profana de una manera horrible, y el mártir exhala un ¡ay! profundo, eco del
dolor de su corazón. En castigo se echan sobre él los ministros, dándole cien
golpes de bastón. Mandó el juez que se pusiera los ornamentos sagrados, y los
satélites se rieron de él, gritando: «Mirad al Dios vivo».
Espantado el virrey de la constancia
inalterable de su víctima en medio de tan crueles tormentos, creyó que tendría
algún hechizo, y para quitárselo le obligaron a beber la sangre fría de un
perro ahogado.
Al día siguiente tuvo lugar para él una sesión todavía más atroz,
lloviendo de nuevo sobre sus fuerzas quebrantadas toda clase de suplicios.
Cansado de luchar, aquel tigre se precipita sobre la víctima y
descarga sobre ella los más terribles golpes, que repite por largo rato,
quedando el mártir apenas con un hálito de vida.
Viéndose el virrey vencido por tanta constancia, lleno de confusión, condena al
mártir a morir estrangulado.
Como en la China ninguno puede mandar ejecutar una pena de muerte, sino
solamente el Emperador, fue necesario esperar nueve meses su orden, los cuales
pasó Gabriel Perboyre en la horrible cárcel que antes dijimos. Se ganó, por su
afabilidad, los corazones de los carceleros y de los criminales encerrados con
él. En este tiempo disfrutó de tranquilidad, relativamente a lo que había
sufrido, pudiendo recibir muchas visitas que los cristianos le hicieron. También
se aprovechó de ella para confesarse con un Sacerdote chino, hermano de
Congregación; pero no pudo recibir a su Dios sacramentado, como deseaba en gran
manera.
Al fin llegó el correo que traía la ratificación de la sentencia de
muerte dictada contra el confesor de la fe. Sin pérdida de tiempo le sacaron de la prisión para
conducirle al lugar del suplicio. Iba, como su divino Maestro, en medio de
ladrones, los pies desnudos, las manos atadas a la espalda y llevando sobre su
cabeza la sentencia de muerte. Dos satélites le conducían a galope hacia el
lugar del suplicio, acompañado del ruido de los tambores y en presencia de
una multitud penetrada de terror a la vista de aquel lúgubre aparato. Durante
su última prisión había el venerable mártir recobrado su salud por un
verdadero milagro, habiendo desaparecido completamente sus heridas y su rostro se
tornó hermoso y radiante. Al verlo, todos exclamaban: «¡Es un prodigio!» Todos
estaban conmovidos y todos mostraban benevolencia hacia el buen Misionero.
Llegados al lugar, ejecutaron a siete criminales, y entretanto, el
santo mártir, de rodillas, eleva su espíritu al Señor. En fin, ya está
amarrado al patíbulo, que tiene la forma de cruz. Sus manos sujetas por detrás al palo
transversal, y los dos pies atados también por detrás, permanecen suspendidos,
en actitud de rodillas, a algunas pulgadas de la tierra. Primera y vigorosa
torsión de la cuerda por el verdugo, que luego aflojó, para dar al paciente
tiempo de reconocerse y sentir más la muerte. Nueva torsión, y nuevamente es
aflojado el dogal. En fin, al tercer golpe la presión debe ser suficiente;
pero pareciendo que el cuerpo conservaba algún aliento de vida, un satélite le
dio un golpe con el pie en el vientre, y con esto el victorioso mártir cesó de padecer. Dios había recibido en su seno esta
alma tan heroica, que le había amado tanto. Esta es la hora del triunfo, que
debe durar eternamente.
El Triunfo
No tardó Dios en glorificar a su fiel siervo,
pues hizo, que en seguida apareciera en el cielo una gran cruz, muy luminosa y claramente diseñada,
la cual vieron muchos fieles y paganos que habitaban lugares muy distantes.
Permaneció el cuerpo del Venerable mártir veinticuatro horas pendiente de
la cruz; y mientras que los otros criminales
presentaban un rostro feo y horrible, él presentaba un aspecto apacible y gracioso
que llenaba de admiración a los espectadores. Los miembros habían conservado su
flexibilidad, los ojos modestamente inclinados, la boca suavemente, cerrada y
la tez rojiza; todo lo cual representaba el sueño del justo. Los cristianos
sepultaron su cuerpo en la montaña roja, junto a los restos del Venerable Clet.
Admirados los paganos de estos sucesos y mediante la intercesión
poderosa del bienaventurado mártir, muchos de ellos se convirtieron. En
cuanto a los mandarines que le habían atormentado, en breve tiempo perecieron
miserablemente.
Se debe asociar a la común admiración de tan esclarecido héroe de
la fe sus dignos padres. Cuando se dio noticia a éstos
de los padecimientos de su hijo, exclamó su madre, verdaderamente cristiana,
con lágrimas en los ojos: –«¿Por qué he de vacilar en ofrecer a Dios el sacrificio de mi hijo? ¿No
sacrificó, por ventura, el suyo la Santísima Virgen por mi salvación? Además,
no creo que amaría verdaderamente a mi hijo si me afligiera, pues al presente
está gozando ya del colmo de sus deseos».
Apenas se había pasado medio siglo, cuando el Sumo Pontífice León XIII
proclamaba la gloria del mártir, declarándole Beato en presencia de
millares de pobres trabajadores franceses, que
habían concurrido a la Ciudad Eterna para manifestar su veneración hacia el
Vicario de Jesucristo y asistir al triunfo del hijo de un modesto trabajador.
El dos de junio de 1996, junto a otros mártires chinos fue canonizado
por San Juan Pablo II, la familia vicentina entera esperaba con ansias la
glorificación de este su ilustrísimo hijo, para tener en el cielo un abogado y
defensor.
3.
EL MARTIRIO UN LLAMADO ACTUAL
Para
muchos San Juan Gabriel Perboyre es un santo desconocido, o muy poco
“comercial”, para los fieles católicos, para la familia vicentina en espacial
para los Misioneros, es un santo al que se le guarda un cariño muy especial, ya
sea por la corta edad en la que fue martirizado o por la nobleza con que es
pintado o tallado en sus cuadros y estatuas.
En
Colombia este santo vicentino es patrono de dos emblemáticas casas, tal vez las
más significativas y las más importantes, la primera la casa provincia en Bogotá
y la segunda la Escuela Apostólica la más antigua de la provincia.
Para
las generaciones presentes y futuras de misioneros, es claro el mensaje que
transmite la vida y obra de Perboyre en primer lugar: el testimonio, aquella
Biblia con la que el peregrino, transeúnte, ateo, infiel, creyente o no
creyente, se encuentra, es el testimonio de santidad que debemos reflejar todos
los cristianos, es el lenguaje accesible a los corazones más déspotas, es el
lenguaje que les hablo a aquellos verdugos que silenciaban la vida del santo,
pero que dentro de sí estaban admirados o simplemente entristecidos porque en
sus manos se extinguía una alma noble.
En
segundo lugar está la obediencia y disponibilidad que deben distinguir al
misionero vicentino, obedecer la voz de Dios que nos habla por medio de los
superiores, no sabemos cuáles son los designios de Dios, pero sabemos que sí en
sus manos ponemos nuestras vidas, todo será para Gloria de Él y para el bien de
sus escogidos. El misionero no está
aferrado a un lugar, no es dueño de una parroquia o de un seminario, no tiene
más límites y más fronteras que el mismo mundo, su equipaje no son un cumulo de
cosas y propiedades que lo aferran a asentarse en un solo lugar, su equipaje,
es al contrario, ligero, suave, por que Jesús cargas sobre sus hombros lo más
pesado, de forma que el misionero es libre, goza de la preciosa libertad que
tienen los hijos de Dios, y puede desplazarse sin temor hacia lo desconocido.
Por
último, queda el testimonio del martirio, hoy debemos responder con valentía y
seguir aferrándonos a Jesucristo nuestro salvador, cuando el mundo, la
sociedad y los pueblos buscan que se
deje de predicar la buena nueva a los pobres; hoy la respuesta deberá seguir
siendo la entrega, incluso hasta la muerte, incluso frente a la humillación y
la violencia, hoy frente al odio y la guerra se debe responder con amor y paz,
como diría San Pablo: “vencer el mal a fuerza de bien”
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